No ha visto ni puede siquiera imaginar en qué consiste ver. Ignora el aspecto de los hombres y de sí propio. Ignora el aspecto de las mujeres, de los niños, el color de la sangre, el color del fuego, el color de las lágrimas, el color de los cielos, y no llega siquiera a barruntar la apariencia del Redentor. Sin el don de la vista no se puede entender nada. La suya no es una indigencia desmedida, es una indigencia monstruosa.

¿Qué pensar, entonces, del ciego de nacimiento del Evangelio, que sin haber presenciado nunca nada en su covacha de la Sinagoga es llamado repentinamente a ver al Hijo de Dios, de modo que, por un milagro no inferior a la creación de las estrellas, fue exaltado a la categoría de Vidente de la Divinidad doliente? «Credo, Domine, creo, Señor», dijo; y arrodillándose, le adoró. En este instante grandioso como los siglos, ¿qué vio, no habiendo tenido jamás el presentimiento ni siquiera el deseo de ver nada y con la Faz de Jesucristo por todo horizonte?

Nada fuera de esta Faz cargada con todos los crímenes del mundo, incomparablemente más dulce y más terrible a sus limpios ojos que la que gozaron después los santos favorecidos por las mayores visiones.

La Faz de Jesús reprendiendo al viento y domeñando el mar, llorando en la sepultura de Lázaro y sudando sangre en Getsemaní; la Faz lívida y escarnecida del Señor azotado, crucificado, agonizante, profiriendo las Siete Palabras inconmensurables, una por cada uno de los Siete Días del Génesis; que al final se hará visible en una gloria inconcebible, más allá de las doradas elevaciones de la Resurrección, en una lejanía misteriosa y formidable, en la que tendrá su asiento el Juicio final.

Y era necesario que así fuese, puesto que el Señor, para dar la luz a este ciego, sólo para eso, obró de igual modo que para la creación de la Estirpe humana. Tomó tierra, pero al mismo tiempo, y dado que había cargado con la culpa toda de la estirpe, que no es sino el precio de la Redención, la untó con su saliva en cumplimiento de la ley solemne de Moisés establecida en el Levítico: «Quien escupa sobre alguien puro, inmundo será hasta la tarde».

La estatura del pobre ciego adquiere en ese instante proporciones ignoradas. De inmediato, no se le ve más que a él y su ceguera se convierte en un faro que ilumina el Evangelio. La humillación infinita del Hijo de Dios, su estado de oprobio y de miseria profetizada por David y su infamante muerte en las tinieblas de la noche; todo esto vendrá determinado simbólicamente por su curación milagrosa. Luego son de plena aplicación a este ciego, como ya he dicho, las palabras que dijo él de su salvador: «Pues esto es lo maravilloso, que vosotros no sepáis de dónde sea».

Lo más chocante de esta sorprendente historia, que por más veces que he leído siempre me ha parecido la primera, es el testimonio de los padres y la airada protesta de los doctores de la Sinagoga. «Sabemos que éste es nuestro hijo», dicen los primeros. «… Preguntadle a él, aetatem habet, ipse de se loquatur; edad tiene; él hablará por sí mismo». Habida cuenta del carácter Absoluto de las Sagradas Escrituras y de su concordancia luminosa, resulta difícil no pensar, en este punto, en «la edad de la plenitud de Cristo» de que habla san Pablo e imposible de todo punto pasar por alto que únicamente Dios puede hablar de sí mismo, pues tal es el sentido profundo de toda la Revelación escrita.

Entonces, ¡oh!, entonces ese ciego a quien Jesús alumbra sería el mismo Jesús, su imagen enigmática reflejada en un espejo. Y a esos padres que saben de sobra que es su hijo pero que afectan no saberlo por miedo a los judíos y a sus doctores, cómo no identificarlos con los propios padres de Jesús cuando, a los doce años, hubo que buscarlo durante tres días seguidos en Jerusalén, ciegos ellos mismos o creyéndolo acaso ciego, para terminar dando con él al cabo en el Templo, sentado en medio de los doctores, admirados de su ciencia.

A menudo la respuesta de este adorable Niño a sus desconsolados padres se ha considerado una dificultad grave: «¿No sabéis que en los negocios de mi Padre me es necesario estar?». Términos estos muy similares a los de la respuesta de Jesús en la plenitud de su edad: «Para que las obras de Dios se manifestaran en él», en este hombre, ciego de nacimiento por más señas, cuyos ojos por mí iluminados me devuelven mi propia imagen incontaminada.

«Edad tiene». Esta afirmación paterna es de una importancia tal que el Evangelista la registra dos veces, como si el Espíritu Santo que lo inspira quisiera que reparásemos en los dos Testamentos. Y esto es lo que exaspera a los judíos de la Sinagoga: «Hazte tú discípulo de quien te ha dado la vista, del que nosotros abominamos», dicen al alumbrado mientras le injurian; «hazte su discípulo, que nosotros lo somos de Moisés». Y lo echan fuera, recogiéndolo Jesús.

«Edad tiene», una vez más. Ese hijo nacido en tinieblas, crecido en tinieblas y libre ahora de las tinieblas, ¿qué edad puede tener? Sin duda la misma edad que Jesús, y la edad de Jesús coincide con la de Dios, con la de Dios en su plenitud, con la edad de la creación, de los Patriarcas todos, de los Profetas todos, de los pueblos y los planetas todos, la edad de la Trinidad y de la Eternidad.

Tan luego como vemos o entrevemos esto, llegamos a la conclusión de que resulta enteramente imposible desenmarañar este pasaje, que es, como todas las parábolas de la Escritura, impenetrable a los hombres. Por no saber, no sabemos quién es Jesús y quién el ciego de nacimiento. Cuando se dice que éste es expulsado por los discípulos de Moisés, pensamos de inmediato en Jesús; y cuando estos mismos dicen de Jesús: «Nosotros sabemos que ese hombre es pecador», a fuer de mentirosos aciertan, aciertan plenamente, porque el Hijo de Dios, al cargar con todos los pecados, se convierte en pecador, al punto de encarnar el Pecado, como dice san Pablo. Mientras los vecinos, vecini, del ciego de nacimiento —es decir, todos los Profetas de la Antigua Ley que lo habían visto mendigar— decían: «¿No es éste el que se sentaba y mendigaba?», unos respondían: «Él es».

Y otros: «A él se parece». El iluminado, a su vez, dice: «Yo soy, ego sum».

Ante estas palabras acabadamente divinas, bastantes por sí solas para detener cataratas y hacer retroceder montañas, caemos a tierra, como los acompañantes de Judas en el monte de los Olivos, y lloramos, no sabiendo a punto fijo en presencia de quién estamos… Una vida no bastaría para decir cuanto se nos ocurre.

¿Sabe alguien en qué acaba convirtiéndose este ciego iluminado que ciertamente fue un hombre, lo que no obstante cuesta trabajo creer, cuando a infinita distancia nos preguntamos por el significado simbólico de este pasaje al que el Evangelio dedica un capítulo entero?

¿Se trata de un discípulo de Jesús, como parece decir él mismo, o más bien de uno de sus verdugos?

Pues ateniéndonos a su naturaleza humana, no es más que uno de los muchos a los que curó o dio consuelo y que poco después no dudan en crucificarlo con saña. Desaparece todo rastro de él después de este capítulo IX de san Juan[14].

Nada he dicho aún del estanque de Siloé, y acaso por ahí podamos dar con un poco de luz. La palabra que emplea la Vulgata es harto extraña. Natatoria. En sentido estricto es un lugar donde se nada, dispuesto para la natación. Había una fuente de Siloé al pie de la colina del Templo, al sudeste de Jerusalén, extramuros. Su nombre, antiquísimo, significaba Enviado, tal como subraya el Evangelista, particularidad asaz misteriosa que puede explicar su situación extramuros de Jerusalén, cuando se considera, en esta figura, la expulsión judaica, pertinaz, veinte veces secular, de Jesús, el Enviado por antonomasia.

Esta fuente predestinada no puede ser otra que María, de quien surgió Jesús, María permanente e inmemorialmente simbolizada en los Libros sagrados por las aguas de todos los manantiales, fuentes, ríos, y mares y océanos; tanto es así que Moisés en su relato de la Creación no puede no llamar María a la universal «congregación de las aguas»… Cuando Jesús manda al ciego a lavarse en el estanque, es como si lo mandara a su Madre. Ella, que preside soberanamente las inmersiones bautismales y es madre de la Luz del mundo, toma de este hombre su ceguera para trasladarla —en medio de los suspiros inmensos de su Transfixión— a la Raza Judía, su propia raza, obligada desde entonces a esperar que se cumpla inefablemente la Primera Palabra del Redentor en su Cruz, para poder verse libres de las tinieblas de su terrible Velamen.

Esto es todo cuanto alcanzo a ver en esta historia del Ciego de nacimiento.