No sabría expresar la angustia que transmitía ese lamento proferido en la oscuridad y que se extendía por toda aquella región invisible.
No era un lamento articulado, sino, como digo, un alarido enorme, convulso, propio del instante de la muerte, un pánico de aflicción que se diría universal, que recordaba acaso lo referido por los antiguos respecto del duelo de las mujeres de pueblos bárbaros velando a sus difuntos. Sin embargo, esta equiparación clásica, de la que no fui consciente, quedaba en entredicho por un no sé qué de augusto, de cristiano, que sobrenaturalizaba el tormento y que hacía estallar mi corazón de compasión…
El tren reanudó la marcha y no volví a oír el horrísono lamento. Los demás pasajeros dormían profundamente y recuerdo que tardé algún tiempo en caer en la cuenta de que el destinatario de ese alarido era únicamente yo.
Pasado un tiempo, recorrí otras varias regiones, Orleáns, Turena, Perigord, Auvernia, los departamentos del Mediodía. Por doquiera el milagro se renovaba. Por doquiera idéntico alarido en la noche profunda e idéntico sopor en los demás pasajeros. ¡Acabé por comprender que se trataba de la gran Francia de antaño que lloraba en mí, la infeliz anciana madre de todos los hijos de Francia!
IX
El dolor
En este siglo tan abandonadamente sensual, si hay alguna cosa que recuerde en algo a una pasión violenta, es el odio al Dolor, odio tan profundo que llega a confundirse con la esencia del hombre.
Esta antigua tierra sembrada antaño de Cruces por todos los lugares por los que pasaban los hombres y en la que, como dice Isaías, germinaba el signo de nuestra Redención, es llevada al desgarro y a la devastación para forzarla a proporcionar la felicidad a la raza humana, a este ingrato linaje del dolor que no desea sufrir más.
Si hay algo universalmente inflexible, es esta ley del sufrimiento ínsita en todo hombre, yuxtapuesta a la conciencia de sí mismo, que preside el desarrollo de su libre personalidad y que gobierna tan tiránicamente su sentimiento y su juicio, que los antiguos, horrorizados, la tenían por el Dios ciego de su Panteón, al que adoraban bajo la terrible advocación del Destino.
La pura y simple verdad que enseña el catolicismo es que es necesario de todo punto sufrir para salvarse, y esta postrer palabra lleva consigo una necesidad tal que toda la lógica humana, auxiliando a la metafísica más trascendente, no atinaría a explicar.
Dios, habiendo comprometido el hombre su salvación eterna por lo que conocemos como Pecado, quiere que entre así en el orden de la Redención. Dios lo quiere infinitamente. Se desata entonces un combate terrible entre el corazón del hombre, que quiere huir por mor de su libertad, y el Corazón de Dios, que quiere adueñarse del corazón del hombre por mor de su poder. Es creencia común que Dios no precisa de toda su fuerza para doblegar a los hombres. Esta convicción acredita una ignorancia supina y honda de lo que es el hombre y de lo que es Dios en relación con él. La libertad, ese don prodigioso, incomprensible, incalificable, por el cual nos ha sido dado vencer sobre el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo, dar muerte al Verbo hecho carne, apuñalar hasta siete veces a la Inmaculada Concepción, ahuyentar con una sola palabra a los espíritus todos que pueblan los cielos y los infiernos, contener la Voluntad, la Justicia, la Misericordia, la Piedad de Dios en sus Labios e impedir que descienda sobre su obra, esa inexpresable libertad no es otra cosa que el respeto de Dios por sus criaturas.
Inténtese por un momento concebir esto: ¡el respeto de Dios! Y ese respeto llega a tal extremo que nunca, desde la gracia, se ha dirigido a los hombres investido de autoridad, sino muy al contrario con cortedad, con dulzura, e incluso añadiría con la obsequiosidad, a prueba de desalientos, de un pordiosero. Por designio, inescrutable e inconcebible a más no poder, de su eterna voluntad, se diría que Dios ha renunciado hasta la consumación de los tiempos a ejercer, respecto de sus vasallos y súbditos, sus derechos como señor y soberano. Para tomar posesión de nosotros ha de recurrir a la seducción, mas si Su Majestad no nos agrada, podemos apartarla de nuestra presencia, cruzarle la cara, darle de latigazos y crucificarla con el aplauso de la canalla más vil. No presentará defensa recurriendo a su poder, sino solamente echando mano de su Paciencia y de su Belleza, y ahí empieza el terrible combate del que hablaba hace un momento.
Entre el hombre revestido indeliberadamente de libertad y un dios deliberadamente despojado de poder, el antagonismo surgirá de inmediato, el ataque y la resistencia tenderán a equilibrarse razonablemente, siendo esa perpetua lucha de la naturaleza humana en contra de Dios el manantial inagotable del Dolor.
¡El Dolor, palabras mayores! ¡He ahí el camino para toda vida humana sobre la tierra, el ápice de toda preeminencia, el cedazo de todo mérito, el criterio infalible de todo adorno moral! Nos resistimos a creer que el dolor es completamente necesario; desbarran quienes afirman que el dolor es útil. La utilidad tiene siempre carácter adjetivo y contingente, mas el dolor es necesario. Es la espina dorsal, la médula de la vida moral. El amor se reconoce en esa señal, y cuando esa señal falta, el amor no es más que la prostitución de la fuerza o de la belleza. Alguien me ama cuando ese alguien acepta sufrir por mí o por mi causa. En otro caso, ese alguien que pretende amarme no es sino un usurero sentimental que desea establecer su ruin negocio en mi corazón. Una alma noble y desprendida persigue arrebatadamente, con delirio, el dolor. Cuando una espina la hiere, la clava aún más para no perder ni un adarme de la amorosa voluptuosidad que ésta puede proporcionarle, desgarrándola más profundamente. ¡Nuestro Salvador Jesús padeció a tal extremo por nosotros que fue preciso, no cabe duda, un convenio entre su Padre y Él para que no nos fuese vedado, en adelante, referirnos sin más a su Pasión y para que la mera mención de ese Hecho no constituyera una blasfemia tan enorme que redujera el mundo a polvo!
¡Y bien, somos, vaya si somos, Señor Nuestro Dios, los miembros de Jesucristo! ¡Sus miembros! Nuestra irreferible miseria consiste en tomar siempre por meros signos o símbolos sin vida las declaraciones más transparentes y más vivas de las Sagradas Escrituras. Creemos, pero no sustancialmente. ¡Es menester que las palabras del Espíritu Santo nos traspasen y se introduzcan como plomo fundido en la boca de los parricidas o de los blasfemos! ¡No alcanzamos a ver que somos los miembros del Varón de Dolores, del Hombre sin Alegría, ni Amor, Verdad, Belleza, Luz y Vida supremas porque es el Amante eternamente extraviado por el supremo Dolor, el Peregrino del postrer suplicio, venido a través del infinito, del fondo de la eternidad, para echar sobre sí y apilar sobre su cabeza, en una unidad espantosamente trágica de tiempo, lugar y persona, los tormentos todos, acumulados en cada uno de los actos que han realizado los hombres durante cada segundo, sobre toda la faz de la tierra, en sesenta siglos!
Los Santos saben que la mera revelación de un solo minuto de los sufrimientos del infierno bastaría para fulminar al género humano, disolver el diamante y detener el sol. Ahora bien, he aquí lo que puede inferir la razón por sí misma, la más frágil razón que puede palpitar bajo la divina luz:
Todos los sufrimientos que ha acumulado el infierno durante toda la eternidad quedan en nada ante la Pasión, porque Jesús sufre en el Amor y los réprobos sufren en el Odio; porque el dolor de los condenados es finito y el de Jesús es infinito; porque, en fin, si cabe imaginar que algún exceso ha faltado en el sufrimiento del Hijo de Dios, cabría pensar que algún exceso ha faltado a Su amor, lo que es absurdo a ojos vista y blasfemo, pues Él es el Amor mismo.
He ahí el principio de toda medida de las cosas. Declarándonos miembros de Jesucristo, el Espíritu Santo nos reviste de la dignidad de Redentores y, cuando rehusamos el sufrimiento, incurrimos en simonía y prevaricación. Hemos sido hechos para eso y únicamente por eso. La sangre que derramamos afluye sobre el Calvario llegando a toda la tierra. ¡Si esa sangre está emponzoñada, caiga sobre nosotros la maldición! Cuando lloramos —el llanto es «la sangre de nuestras almas»—, nuestras lágrimas empapan el Corazón de la Virgen y éste comunica ese líquido a todos los corazones vivos. Nuestra condición de miembros de Jesucristo y de hijos de María nos enaltece tanto que podemos anegar el mundo con nuestro llanto.
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