Los felices esposos contaban con él este mes, el que viene y el otro, y estaban viéndole venir y deseándole como los judíos al Mesías. A veces se entristecían con la tardanza; pero la fe que tenían en él les reanimaba. Si tarde o temprano había de venir... era cuestión de paciencia. Y el muy pillo puso a prueba la de sus padres, porque se entretuvo diez años por allá, haciéndoles rabiar. No se dejaba ver de Barbarita más que en sueños, en diferentes aspectos infantiles, ya comiéndose los puños cerrados, la cara dentro de un gorro con muchos encajes, ya talludito, con su escopetilla al hombro y mucha picardía en los ojos. Por fin Dios le mandó en carne mortal, cuando los esposos empezaron a quejarse de la Providencia y a decir que les había engañado. Día de júbilo fue aquel de Septiembre de 1845 en que vino a ocupar su puesto en el más dichoso de los hogares Juanito Santa Cruz. Fue padrino del crío el gordo Arnaiz, quien dijo a Barbarita: «A mí no me la das tú. Aquí ha habido matute. Este ternero lo has traído de la Inclusa para engañamos... ¡Ah! Estos proteccionistas no son más que contrabandistas disfrazados».
Criáronle con regalo y exquisitos cuidados, pero sin mimo. Don Baldomero no tenía carácter para poner un freno a su estrepitoso cariño paternal, ni para meterse en severidades de educación y formar al chico como le formaron a él. Si su mujer lo permitiera, habría llevado Santa Cruz su indulgencia hasta consentir que el niño hiciera en todo su real gana. ¿En qué consistía que habiendo sido él educado tan rígidamente por Don Baldomero I, era todo blanduras con su hijo? ¡Efectos de la evolución educativa, paralela de la evolución política! Santa Cruz tenía muy presentes las ferocidades disciplinarias de su padre, los castigos que le imponía, y las privaciones que le había hecho sufrir. Todas las noches del año le obligaba a rezar el rosario con los dependientes de la casa; hasta que cumplió los veinticinco nunca fue a paseo solo, sino en corporación con los susodichos dependientes; el teatro no lo cataba sino el día de Pascua, y le hacían un trajecito nuevo cada año, el cual no se ponía más que los domingos. Teníanle trabajando en el escritorio o en el almacén desde las nueve de la mañana a las ocho de la noche, y había de servir para todo, lo mismo para mover un fardo que para escribir cartas. Al anochecer, solía su padre echarle los tiempos por encender el velón de cuatro mecheros antes de que las tinieblas fueran completamente dueñas del local. En lo tocante a juegos, no conoció nunca más que el mus, y sus bolsillos no supieron lo que era un cuarto hasta mucho después del tiempo en que empezó a afeitarse. Todo fue rigor, trabajo, sordidez. Pero lo más particular era que creyendo Don Baldomero que tal sistema había sido eficacísimo para formarle a él, lo tenía por deplorable tratándose de su hijo. Esto no era una falta de lógica, sino la consagración práctica de la idea madre de aquellos tiempos, el progreso. ¿Qué sería del mundo sin progreso?, pensaba Santa Cruz, y al pensarlo sentía ganas de dejar al chico entregado a sus propios instintos. Había oído muchas veces a los economistas que iban de tertulia a casa de Cantero, la célebre frase laissez aller, laissez passer... El gordo Arnaiz y su amigo Pastor, el economista, sostenían que todos los grandes problemas se resuelven por sí mismos, y Don Pedro Mata opinaba del propio modo, aplicando a la sociedad y a la política el sistema de la medicina expectante. La naturaleza se cura sola; no hay más que dejarla. Las fuerzas reparatrices lo hacen todo, ayudadas del aire. El hombre se educa sólo en virtud de las suscepciones constantes que determina en su espíritu la conciencia, ayudada del ambiente social. Don Baldomero no lo decía así; pero sus vagas ideas sobre el asunto se condensaban en una expresión de moda y muy socorrida: «el mundo marcha».
Felizmente para Juanito, estaba allí su madre, en quien se equilibraban maravillosamente el corazón y la inteligencia. Sabía coger las disciplinas cuando era menester, y sabía ser indulgente a tiempo.
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