Cuando el tal Juanito entró en su casa, pálido y hambriento, descompuesta la faz graciosa, la ropita llena de sietes y oliendo a pueblo, su mamá vacilaba entre reñirle y comérsele a besos. El insigne Santa Cruz, que se había enriquecido honradamente en el comercio de paños, figuraba con timidez en el antiguo partido progresista; mas no era socio de la revoltosa Tertulia, porque las inclinaciones antidinásticas de Olózaga y Prim le hacían muy poca gracia. Su club era el salón de un amigo y pariente, al cual iban casi todas las noches Don Manuel Cantero, Don Cirilo Álvarez y Don Joaquín Aguirre, y algunas Don Pascual Madoz. No podía ser, pues, Don Baldomero, por razón de afinidades personales, sospechoso al poder. Creo que fue Cantero quien le acompañó a Gobernación para ver a González Bravo, y éste dio al punto la orden para que fuese puesto en libertad el revolucionario, el anarquista, el descamisado Juanito.

Cuando el niño estudiaba los últimos años de su carrera, verificose en él uno de esos cambiazos críticos que tan comunes son en la edad juvenil. De travieso y alborotado volviose tan juiciosillo, que al mismo Zalamero daba quince y raya. Entrole la comezón de cumplir religiosamente sus deberes escolásticos y aun de instruirse por su cuenta con lecturas sin tasa y con ejercicios de controversia y palique declamatorio entre amiguitos. No sólo iba a clase puntualísimo y cargado de apuntes, sino que se ponía en la grada primera para mirar al profesor con cara de aprovechamiento, sin quitarle ojo, cual si fuera una novia, y aprobar con cabezadas la explicación, como diciendo: «yo también me sé eso y algo más». Al concluir la clase, era de los que le cortan el paso al catedrático para consultarle un punto oscuro del texto o que les resuelva una duda. Con estas dudas declaran los tales su furibunda aplicación. Fuera de la Universidad, la fiebre de la ciencia le traía muy desasosegado. Por aquellos días no era todavía costumbre que fuesen al Ateneo los sabios de pecho que están mamando la leche del conocimiento. Juanito se reunía con otros cachorros en la casa del chico de Tellería (Gustavito) y allí armaban grandes peloteras. Los temas más sutiles de Filosofía de la Historia y del Derecho, de Metafísica y de otras ciencias especulativas (pues aún no estaban de moda los estudios experimentales, ni el transformismo, ni Darwin, ni Haeckel eran para ellos, lo que para otros el trompo o la cometa. ¡Qué gran progreso en los entretenimientos de la niñez! ¡Cuando uno piensa que aquellos mismos nenes, si hubieran vivido en edades remotas, se habrían pasado el tiempo mamándose el dedo, o haciendo y diciendo toda suerte de boberías...!

Todos los dineros que su papá le daba, dejábalos Juanito en casa de Bailly-Baillière, a cuenta de los libros que iba tomando. Refiere Villalonga que un día fue Barbarita reventando de gozo y orgullo a la librería, y después de saldar los débitos del niño, dio orden de que entregaran a este todos los mamotretos que pidiera, aunque fuesen caros y tan grandes como misales. La bondadosa y angelical señora quería poner un freno de modestia a la expresión de su vanidad maternal. Figurábase que ofendía a los demás, haciendo ver la supremacía de su hijo entre todos los hijos nacidos y por nacer. No quería tampoco profanar, haciéndolo público, aquel encanto íntimo, aquel himno de la conciencia que podemos llamar los misterios gozosos de Barbarita. Únicamente se clareaba alguna vez, soltando como al descuido estas entrecortadas razones: «¡Ay qué chico!... ¡Cuánto lee! Yo digo que esas cabezas tienen algo, algo, sí señor, que no tienen las demás... En fin, más vale que le dé por ahí».

Concluyó Santa Cruz la carrera de Derecho, y de añadidura la de Filosofía y Letras. Sus papás eran muy ricos y no querían que el niño fuese comerciante, ni había para qué, pues ellos tampoco lo eran ya. Apenas terminados los estudios académicos, verificose en Juanito un nuevo cambiazo, una segunda crisis de crecimiento, de esas que marcan el misterioso paso o transición de edades en el desarrollo individual. Perdió bruscamente la afición a aquellas furiosas broncas oratorias por un más o un menos en cualquier punto de Filosofía o de Historia; empezó a creer ridículos los sofocones que se había tomado por probar que en las civilizaciones de Oriente el poder de las castas sacerdotales era un poquito más ilimitado que el de los reyes, contra la opinión de Gustavito Tellería, el cual sostenía, dando puñetazos sobre la mesa, que lo era un poquitín menos. Dio también en pensar que maldito lo que le importaba que la conciencia fuera la intimidad total del ser racional consigo mismo, o bien otra cosa semejante, como quería probar, hinchándose de convicción airada, Joaquinito Pez. No tardó, pues, en aflojar la cuerda a la manía de las lecturas, hasta llegar a no leer absolutamente nada. Barbarita creía de buena fe que su hijo no leía ya porque había agotado el pozo de la ciencia.

Tenía Juanito entonces veinticuatro años. Le conocí un día en casa de Federico Cimarra en un almuerzo que este dio a sus amigos. Se me ha olvidado la fecha exacta; pero debió de ser esta hacia el 69, porque recuerdo que se habló mucho de Figuerola, de la capitación y del derribo de la torre de la iglesia de Santa Cruz.