¿Y cómo sigue el señor mayor? ¡No le he visto desde que íbamos juntos a la bóveda de San Ginés!»... Con este sistema de vender, a los cuatro años de comercio se podían contar las personas que al cabo de la semana traspasaban el dintel de la tienda. A los seis años no entraban allí ni las moscas. Estupiñá abría todas las mañanas, barría y regaba la acera, se ponía los manguitos verdes y se sentaba detrás del mostrador a leer el Diario de Avisos. Poco a poco iban llegando los amigos, aquellos hermanos de su alma, que en la soledad en que Plácido estaba le parecían algo como la paloma del arca, pues le traían en el pico algo más que un ramo de oliva, le traían la palabra, el sabrosísimo fruto y la flor de la vida, el alcohol del alma, con que apacentaba su vicio... Pasábanse el día entero contando anécdotas, comentando sucesos políticos, tratando de tú a Mendizábal, a Calatrava, a María Cristina y al mismo Dios, trazando con el dedo planes de campaña sobre el mostrador en extravagantes líneas tácticas; demostrando que Espartero debía ir necesariamente por aquí y Villarreal por allá; refiriendo también sucedidos del comercio, llegadas de tal o cual género; lances de Iglesia y de milicia y de mujeres y de la corte, con todo lo demás que cae bajo el dominio de la bachillería humana. A todas estas el cajón del dinero no se abría ni una sola vez, y a la vara de medir, sumida en plácida quietud, le faltaba poco para reverdecer y echar flores como la vara de San José. Y como pasaban meses y meses sin que se renovase el género, y allí no había más que maulas y vejeces, el trueno fue gordo y repentino. Un día le embargaron todo, y Estupiñá salió de la tienda con tanta pena como dignidad.

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Aquel gran filósofo no se entregó a la desesperación. Viéronle sus amigos tranquilo y resignado. En su aspecto y en el reposo de su semblante había algo de Sócrates, admitiendo que Sócrates fuera hombre dispuesto a estarse siete horas seguidas con la palabra en la boca. Plácido había salvado el honor, que era lo importante, pagando religiosamente a todo el mundo con las existencias. Se había quedado con lo puesto y sin una mota. No salvó más mueble que la vara de medir. Era forzoso, pues, buscar algún modo de ganarse la vida. ¿A qué se dedicaría? ¿En qué ramo del comercio emplearía sus grandes dotes? Dándose a pensar en esto, vino a descubrir que en medio de su gran pobreza conservaba un capital que seguramente le envidiarían muchos: las relaciones. Conocía a cuantos almacenistas y tenderos había en Madrid; todas las puertas se le franqueaban, y en todas partes le ponían buena cara por su honradez, sus buenas maneras y principalmente por aquella bendita labia que Dios le había dado. Sus relaciones y estas aptitudes le sugirieron, pues, la idea de dedicarse a corredor de géneros. Don Baldomero Santa Cruz, el gordo Arnaiz, Bringas, Moreno, Labiano y otros almacenistas de paños, lienzos o novedades, le daban piezas para que las fuera enseñando de tienda en tienda. Ganaba el 2 por 100 de comisión por lo que vendía. ¡María Santísima, qué vida más deliciosa y qué bien hizo en adoptarla, porque cosa más adecuada a su temperamento no se podía imaginar! Aquel correr continuo, aquel entrar por diversas puertas, aquel saludar en la calle a cincuenta personas y preguntarles por la familia era su vida, y todo lo demás era muerte. Plácido no había nacido para el presidio de una tienda. Su elemento era la calle, el aire libre, la discusión, la contratación, el recado, ir y venir, preguntar, cuestionar, pasando gallardamente de la seriedad a la broma. Había mañana en que se echaba al coleto toda la calle de Toledo de punta a punta, y la Concepción Jerónima, Atocha y Carretas.

Así pasaron algunos años. Como sus necesidades eran muy cortas, pues no tenía familia que mantener ni ningún vicio como no fuera el de gastar saliva, bastábale para vivir lo poco que el corretaje le daba. Además, muchos comerciantes ricos le protegían. Este, a lo mejor, le regalaba una capa; otro un corte de vestido; aquel un sombrero o bien comestibles y golosinas. Familias de las más empingorotadas del comercio le sentaban a su mesa, no sólo por amistad sino por egoísmo, pues era una diversión oírle contar tan diversas cosas con aquella exactitud pintoresca y aquel esmero de detalles que encantaba. Dos caracteres principales tenía su entretenida charla, y eran: que nunca se declaraba ignorante de cosa alguna, y que jamás habló mal de nadie. Si por acaso se dejaba decir alguna palabra ofensiva, era contra la Aduana; pero sin individualizar sus acusaciones.

Porque Estupiñá, al mismo tiempo que corredor, era contrabandista.