José Fouché, certero observador, redacta un documento patético contra la abolición de la trata de esclavos, que aunque le proporciona una severa represión por parte de Brissot, no mengua su reputación en el estrecho círculo de los burgueses. Para asegurar su posición política entre ellos (¡los futuros electores!), se casa muy pronto con la hija de un rico mercader, una muchacha fea, pero de buena posición, pues quiere convertirse rápidamente en un perfecto burgués; es el tiempo en que -bien lo presiente él- el Tercer Estado va a tener en sus manos la dirección, el predominio. Todo esto son ya los preliminares del verdadero fin que se propone. Apenas se convocan elecciones para la Convención, se presenta el antiguo profesor de seminario como candidato. ¿Y qué es lo que hace todo candidato? Promete, por lo pronto, a sus buenos electores todo lo que pueda halagarlos. Así jura Fouché proteger el comercio, defender la propiedad, respetar las leyes; como en Nantes sopla más el viento de la derecha que el de la izquierda, truena con mayor elocuencia contra los partidarios del desorden que contra el viejo régimen. Y, efectivamente, en 1792 es elegido diputado de la Convención, y la escarapela tricolor sustituye, por largo tiempo, a la tonsura, llevada oculta y silenciosamente.
José Fouché cuenta en la época de su elección treinta y dos años. No es de agradable presencia, ni mucho menos: cuerpo seco, casi espectralmente esmirriado; cara de huesos finos y líneas picudas; afilada la nariz; afilada y estrecha también la boca, siempre cerrada; ojos fríos de pez, bajo párpados pesados, casi adormecidos, con las pupilas de un gris felino como bolitas de cristal. Todo en esta cara, todo en este hombre, está, por decirlo así, provisto de una menguada y fina materia vital. Parece un personaje visto con luz de gas, pálido y verdoso; sin brillo en los ojos, sin sensualidad en el gesto, sin metal en la voz, lacio y revuelto el pelo, rojizas y apenas visibles las cejas, de una palidez grisácea las mejillas, jamás el pigmento colorea esta cara con arrebol saludable; siempre hace el efecto, este hombre tenaz, inauditamente duro para el trabajo, de un ser cansado, de un enfermo, de un convaleciente. Todo el que le ve recibe la impresión de un hombre sin sangre ardiente, roja, pulsante. Y, efectivamente, también en lo psíquico pertenece a la raza de los flemáticos, de los temperamentos fríos. No conoce pasiones recias, avasalladoras; no es arrastrado hacia las mujeres ni hacia el juego; no bebe vino, no le tienta el despilfarro, no mueve sus músculos, no vive más que en su estudio, entre documentos y papeles. Nunca se enfada visiblemente, nunca vibra un nervio en su cara. Sólo para una leve sonrisa, cortés, mordaz, se contraen estos labios afilados, anémicos; nunca se observa bajo esta mascara gris, terrosa, aparentemente desmadejada, una verdadera tensión; nunca delatan los ojos, bajo los párpados pesados y orillados, su intención, ni revela sus pensamientos con un gesto.
Esta sangre fría, imperturbable, constituye la verdadera fuerza de Fouché. Los nervios no le dominan, los sentidos no le seducen, toda su pasión se carga y se descarga tras el muro impenetrable de su frente. Deja jugar sus fuerzas y acecha despierto las faltas de los demás. Espera pacientemente a que se agote la pasión de los otros o a que aparezca en ellos un momento de flaqueza para dar entonces el golpe inexorable. Terrible es esta superioridad de su enervada paciencia; quien así puede esperar y ocultarse, bien puede engañar hasta al más sagaz. Obedecerá tranquilamente, sin pestañear. Sonriente y frío, soportará las mas recias ofensas, las más viles humillaciones; ninguna amenaza, ningún gesto de rabia conmoverá a este monstruo de frialdad. Tanto Robespierre como Napoleón se estrellaran contra esta calma pétrea, como el agua contra la roca. Tres generaciones, toda una época fluye y refluye en mareas pasionales mientras que él persiste frío e insensible.
En esta imperturbable frialdad de su temperamento radica el verdadero genio de Fouché. Su cuerpo no le pone trabas, no le arrastra; está casi siempre al margen de todo. Su sangre, sus sentidos, su alma, todos estos turbadores elementos del sentir de un hombre normal, están ausentes en este enigmático hasardeur, cuya pasión se detiene íntegra en el cerebro. Este seco personaje de escritorio ama viciosamente la aventura, su pasión es la intriga; pero únicamente en la esfera del espíritu sabe depurarla y gozar de ella, y nada oculta mejor y más genialmente su lúgubre placer de lo caótico, del complot, que su disfraz de fiel y honesto burócrata que lleva toda la vida. Tender los hilos desde su aposento, parapetado detrás de expedientes y documentos; asestar el golpe criminal, inesperado e inadvertido, esa es su táctica. Hay que mirar profundamente la Historia para percibir en la ráfaga de la revolución, en el resplandor legendario de Napoleón, la figura de Fouché, de apariencia humilde y subalterna, en realidad omnímoda, definidora de una época. Durante toda una vida actúa en la sombra sobre tres generaciones. Patroclo cayó como cayeron Héctor y Aquiles, mientras prevaleció Ulises, el astuto.
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