Desde entonces siente Fouché a su espalda, detrás de sus ademanes y sus actos, la mirada de cruel examen y severa observación del eterno acusador, del implacable puritano. ¡Hay que tener cuidado!
Nadie tiene más que él. En los protocolos de las sesiones de los primeros meses falta por completo el nombre de José Fouché. Mientras que todos se precipitan con ímpetu y presunción hacia la tribuna a hacer proposiciones, a declamar latiguillos, a acusarse y enemistarse, el diputado de Nantes nunca pone los pies sobre el púlpito. La insuficiencia de voz (así se excusa ante sus amigos y electores) le impide hablar públicamente. Y como todos los demás se quitan, ávidos e impacientes, la palabra de la boca, se destaca con simpatía el silencio de esta aparente modestia. Pero en verdad no es modestia, sino cálculo. El ex físico estudia primero el paralelogramo de las fuerzas, observa, vacila antes de formular su opinión, porque ve oscilar continuamente la balanza. Precavido, reserva su voto decisivo para el momento en que comience a inclinarse definitivamente a un lado o a otro. ¡Por nada gastarse demasiado pronto; por nada sujetarse antes de tiempo; por nada ligarse para siempre! Aún no se ve claramente si la revolución ha de avanzar o si ha de retroceder, y, como buen hijo de marinero, espera para lanzarse al lomo de la ola que el viento sea favorable y mantiene entre tanto su nave en el puerto.
Además, ya en Arras, tras los muros del convento, había observado cuán pronto se desgasta en una revolución la popularidad, cómo se convierte el grito popular de Hossaniza en el grito de Crucifige. Todos o casi todos los que durante la época de los Estados Generales y de la Asamblea Constituyente se habían destacado eran víctimas del olvido o del odio. El cadáver de Mirabeau, ayer aún en el Panteón, había sido exhumado vergonzosamente de aquel lugar; Lafayette, celebrado triunfalmente hacía algunas semanas como padre de la Patria, era considerado como traidor; Custine, Pethoin, ovacionados poco antes, se arrastraban temerosos en la sombra, lejos de la publicidad. No. No había que surgir precipitadamente a la luz, no había que sujetarse demasiado ligeramente; que se inutilicen, que se gasten los demás. Una revolución -lo sabe muy bien este hombre precozmente sutil- nunca pertenece al primero, al que la inicia, sino al último, al que la culmina asiéndose a ella como a una presa.
Así se agazapa taimada e intencionadamente en la oscuridad. Se acerca a los poderosos, pero evita todos los Poderes públicos y visibles. En vez de escandalizar en la tribuna y en los periódicos, prefiere ser elegido en las Comisiones, donde se gana en la sombra conocimiento de la situación e influencia sobre los acontecimientos sin ser observado ni odiado. Y, efectivamente, su manera de trabajar tenaz y rápida le gana simpatías; su invisibilidad le protege contra toda evidencia. Desde su despacho puede observar descuidadamente cómo se ensañan los tigres de la «montaña» y las panteras de la Gironda, cómo los grandes apasionados, cómo las grandes figuras destacadas de un Vergiaud, Condorcet, Desmoulins, Danton, Marat y Robespierre se hieren a muerte. Él contempla y espera, pues sabe que hasta que no se aniquilen los apasionados no empieza la época de los que supieron esperar, de los prudentes. Sólo se decidirá cuando la batalla se vislumbre ganada.
Este aguardar en la oscuridad es la actitud de José Fouché durante toda su vida. No ser nunca el objeto visible del Poder y sujetarlo, sin embargo, por completo; tirar de todos los hilos eludiendo siempre la responsabilidad. Colocarse, parapetado, detrás de una figura principal, y empujarla hacia delante; y en cuanto esta avance excesivamente, en el instante decisivo, traicionarla de manera rotunda. Éste es su papel preferido. Lo interpreta como el más perfecto intrigante de la escena política, en veinte disfraces, en innumerables episodios bajo los republicanos, los reyes o los emperadores, siempre con el mismo virtuosismo.
A veces se le presenta la ocasión, y con ella la tentación, de representar el papel principal, el papel de héroe en el drama mundial. Pero es demasiado perspicaz para desearlo seriamente. Tiene plena conciencia de su rostro feo y repulsivo, que no se presta para las medallas y emblemas, para el lujo y la popularidad, a lo que no podría ofrecer nada heroico con una corona de laurel sobre la frente. Sabe de su voz delgada y enfermiza que puede muy bien susurrar, sugerir, insinuar, pero nunca arrastrar a las masas con elocuencia inflamada. Sabe que su fuerza reside en el aposento de burócrata, en la habitación cerrada en la sombra. Allí puede acechar y explorar holgadamente, observar y convenir, tirar de los hilos y enredarlos mientras permanece impenetrable, hermético.
Éste es el último secreto de la fuerza de José Fouché, que, aunque anhela el Poder, la mayor cantidad posible de Poder, se conforma con la conciencia de su posición; no necesita sus emblemas ni su investidura. Fouché tiene amor propio desmesurado, pero no ansia de gloria; es ambicioso sin vanidad.
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