Está la gente entusiasmada con la Constitución… Hay que oírles… Y dicen que nuestro cautivo monarca está contentísimo de que la hayamos hecho.
– Así debe ser.
– Y díganme ustedes: ¿han oído ustedes hablar a D. Agustín Argüelles, a García Herreros y a Muñoz Torrero? Parece que no se muerden la lengua.
– Los tres son eminentes oradores.
– ¡Buena gente tenemos en España! Cuando se acabe la guerra se formará un gobierno regular con todos los hombres ilustres, y ya no tendremos más Godoyes. El pícaro gobierno absoluto es la peor cosa del mundo.
– En esta guerra -dije- han salido muchos hombres distinguidos, que después en la paz servirán al Estado de otro modo.
– Así será; pero no yo -repuso con modestia-, pues cuando esto se acabe me meteré en Castrillo de Duero o en Fuentecén y con un par de mulas… después de la guerra, lo único que me gusta es la labranza. No pienso poner los pies en la Corte. Si algún día necesita el rey de mí contra los serviles, allá voy. España, el rey, la Constitución: ese es mi remoquete. Nada más. Yo no hago la guerra como otros, por ganar perifollos, grados ni riquezas. Han de saber ustedes que yo soy muy militar, y que desde muy niño supe manejar las armas. Mis padres no querían que fuese soldado; pero tal era mi afición, que a los diez y seis años me escapé de la casa paterna para alistarme en el ejército. Mi padre me libertó del servicio y casi arrastrando llevome a Castrillo; pero cuando cerró el ojo volví a las andadas, y alistándome en el regimiento de caballería de España, estuve en la guerra del Rosellón. Concluida, volví a mi casa y en Fuentecén me casé. »Tranquilo vivía cultivando mis tierras, cuando se dijo que al rey Fernando se lo llevaban a Francia. Yo quería echarme al campo (11); porque esta canalla francesa me cargaba, señores, y cuando la gente de aquí se entusiasmaba con Napoleón, yo decía: Napoleón es un infame. Si entra Fernando en Francia, no sale hasta que le saquemos… No me quisieron creer… Vino Mayo y al fin se descubrió el pastel. Yo no podía aguantar más y me picó mostaza en la nariz. Llamé a Juan García y a Blas Peroles, y les dije: ¿Nos echamos o no nos echamos? Ellos me contestaron que ya tenían pensado salir a matar franceses, y en efecto, salimos. Éramos tres. Nos pusimos en el camino real a cuatro leguas de Aranda, en un punto que llaman Honrubia, y allí a todo correo francés que pasaba, le arreglábamos la cuenta. Fue llegando gente y se formó una partidilla… La verdad es que no sé cómo se formó. La partida se hizo ejército y aquí estamos. Me han hecho brigadier. Yo no lo he pedido. Quieren que sea general… He servido a la patria con fe, y también con buen resultado, ¿no es verdad?».
– La fama del Empecinado -respondió mi compañero- llena toda la extensión de España.
– Me han dicho que la gente de Cádiz, los políticos y los periodistas se ríen de mí -dijo D. Juan Martín frunciendo el ceño-, porque una vez dije la mapa en vez de el mapa. Los militares no estamos obligados a estar siempre con el libro en la mano, viendo cómo se dicen y cómo no se dicen las cosas. Yo sé mi obligación, que es perseguir a los franceses.
Lo demás no me importa. Mi deseo es que se diga mañana: «El Empecinado cumplió con su deber».
VII
Después recayó la conversación sobre la tropa que acaudillaba, y nos dijo:
– Muchas satisfacciones me causa la guerra, entre ellas la del buen resultado de mis operaciones; pero no es pequeño gusto esto del cariño que me tiene mi gente. Todos ellos, señores oficiales, se dejarían matar por mí. Verdad es que yo no les trato mal.
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