Aquí todos semos pobres y yo el primero… Con que no digo más… Cada uno a su puesto, y prepararse para mañana.

– Buenas noches -dijo Albuín secamente.

– ¿No reza usted el rosario conmigo?

– Lo rezaré con mosén Antón -repuso el guerrillero volviendo la espalda.

VIII

Mi compañero y yo nos retiramos a nuestro alojamiento, donde disfrutábamos la compañía de los más respetables individuos de aquel ejército. Ocupeme primero en escribir a la Condesa, de quien había tenido carta dos días antes con nuevas poco satisfactorias, y luego pensé en dormir un rato. Estábamos en una anchurosa estancia baja. Junto al hogar, el Sr. Viriato contaba al amo de la casa las más estupendas mentiras que he oído en mi vida, todas referentes a fabulosas batallas, encuentros y escaramuzas que harían olvidar los libros de caballerías, si pasaran de la palabra a la pluma y de la pluma a la imprenta. Oía todo el patrón con la boca abierta y dando crédito a tales invenciones, cual si fueran el mismo Evangelio.

El Sr. Pelayo roncaba en un rincón y no se sabía el paradero del gran Cid Campeador ni de la señá Damiana. Despierto, inquieto, agitado, el descomunal clérigo mosén Antón se paseaba de un extremo a otro de la pieza, midiendo el piso con sus largos zancajos. Parecía un macho de noria. Sentado, meditabundo, sombrío, tétrico, D. Saturnino Albuín de tiempo en tiempo miraba al clérigo, como con deseo de hablarle. Deteníase a veces Trijueque ante su colega; mas dando un gruñido tornaba a los paseos, hasta que el Manco rompió el silencio, y dijo:

– Esto no puede seguir así.

– No, no mil veces. ¡Me reviento en Judas! -replicó el cura-. Eso de que hombres de esta madera sean tratados como chicos de escuela, no puede aguantarse más.

– Justo, como a chicos de escuela nos tratan -repuso Albuín-. Maldito sea el dómine y quien acá lo trajo.

– Yo, Sr. D. Saturnino -dijo mosén Antón parándose ante su compañero-, estoy decidido a marcharme a otro ejército. Me iré con Palarea, con Durán, con Chaleco, con el demonio, menos con D. Juan Martín.

– Y yo. Me creería digno de estar envuelto en trapos como el Empecinadillo y de pedir la teta al entrar en un pueblo, si sufriera más tiempo la humillación de servir sin pagas, sin ascensos, sin botín, sin remuneración ni provecho alguno.

– El corazón de manteca de nuestro jefe, me obligará a abandonarle -dijo Trijueque-. Así no se puede seguir la guerra. Entre él y D. Vicente Sardina están haciendo todo lo posible para que el mejor día nos cojan los franceses, y den buena cuenta de nosotros.

– Ya lo estoy viendo. Y acá para entre los dos, Sr. Antón -dijo con rencoroso acento Albuín-, ¿no es un escándalo que mientras nos recomienda la humildad, él acepta el grado de Brigadier, y mientras nos tiene en la última miseria, él se está amontonando…?

Mosén Antón puso todo su espíritu en ojos y oídos para atender mejor.

– Amontonando, sí -continuó D. Saturnino accionando con la mano manca-. Eso bien claro se ve. Pues qué, ¿todo el dinero que se recoge y que él manda entregar a la junta de Guadalajara, va a su destino? ¡Patarata! Mucho gimoteo y mucho decir que no tiene camisa; pero la verdad es que buenos sacos de onzas manda a Fuentecén y a Castrillo. ¡Sr. Trijueque, están jugando con nosotros, están comerciando con nuestro trabajo y nuestro valor, nos están chupando la sangre, compañero! Ellos, él mejor dicho, se atiforra los bolsillos, y nuestros hijos, digo, mis hijos, no tienen zapatos.

Mosén Antón sin responder nada dio media vuelta, siguiendo en su inquieto pasear.

– Yo supongo -dijo el Manco- que usted tiene las mismas quejas que yo… Yo supongo que el insigne mosén Antón, terror de la Francia y del rey José, no tendrá un cuarto en el arca de su casa, ni en el bolsillo de los calzones.

Trijueque parose ante el Manco, y metiendo ambas manos en la respectiva faltriquera del calzón, volviolas del revés, mostrando su limpieza de todo, menos de migas de pan, de pedacitos de nuez y otras muestras de sobriedad.