Parece que iremos hacia Molina. ¡Hermosa vida es esta, amigo D. Gabriel! Si durara siempre, debería uno estar satisfecho de ser español. Somos la gente más valerosa y guerrera del mundo. ¿Para qué queremos más? Es una brutalidad estarse matando delante de un telar de lana, como los tejedores de Guadalajara, o hacer rayas en la tierra con el arado, como los labriegos de la campiña de Alcalá. ¿No es mucho mejor esta vida? Se come lo que se encuentra. Dios, que da de comer a los pájaros, no deja perecer de hambre al guerrillero.

Echome este discurso el Sr. Viriato, mientras el Sr. D. Pelayo, que no había podido pasar de asistente, ensillaba el caballo de don Vicente Sardina y el del propio Viriato. Llegó a la sazón el buen Cid Campeador repartiendo un poco de aguardiente, y nos dijo:

– Hay que tomar bríos, porque la jornada será larga. Dicen que vamos hacia Molina.

– El general -dijo la señá Damiana Fernández, que apareció pegándose en las faldas un remiendo arrancado a los abrigos del Empecinadillo- quiere que vayamos a un punto; mosén Antón quiere que vayamos a otro punto, y D. Saturnino a otro punto. Son tres puntos distintos. Hace un rato estaban los tres disputando y los gritos se oían desde la plaza.

– De la discusión brota la luz -dijo Viriato con socarronería-, y el error o la verdad, señá Damiana, no se descubren sino pasándolos por la piedra de toque de las controversias.

– Antes estaban a partir un piñón -dijo D. Pelayo dando la última mano al enjaezado-, y lo que decía y mandaba el general era el santo Evangelio.

– Ahora cada cual tira por su lado -indicó el Cid Ruy-Díaz-, y los grandes capitanes de esta partida obedecen a regañadientes las órdenes del general.

La señá Damiana acercose más al grupo, y apoyándose en la grupa del caballo, con voz misteriosa habló así:

– Muchachos, mosén Antón dijo ayer al Sr. Santurrias que se marcharía de la partida porque don Juan Martín es un acá y un allá.

– Señá Damiana -indicó Viriato-, las leyes militares castigan al soldado que critica la conducta de sus jefes. Si sigue vuecencia faltando a las leyes militares se lo diré al general para que acuerde lo conveniente.

– Señor Viriato de mil cuernos -repuso la mujer-, yo le contaré al general que vuecencia estaba ayer hablando pestes de él y diciendo que con las fajas y cruces y entorchados se ha convertido en una madama.

– Señá Damiana, por curiosear y meter el hocico en las conversaciones de los hombres, yo condenaría a vuecencia a recibir cincuenta palos. Las hembras a poner el puchero y a remendar la ropa.

– Si creerán que me dejo acoquinar por un sopista hambrón -dijo la guerrillera apartándose del grupo y tomando una actitud tan académica como amenazadora-. Aquí le espero, y verá que sirvo para algo más que para limpiarle el mugre de la sotana.

Se me figura que Viriato tuvo miedo. Lo cierto es que contempló de lejos los puños de la militara, y tomando el lance a risa, exclamó:

– ¡Bien dice San Bernardo que la mujer es el horno del diablo! ¡Bien dice San Gregorio, ese fénix de las escuelas, señores, que la mujer tiene el veneno del áspid y la malicia del dragón! Señá Damiana, baje esos brazos, abra esos puños y desarme esa cólera, que aquí todos somos amigos y no hemos de reñir por vocablo de más o de menos.

Un personaje, en quien no habíamos fijado la atención, terció de improviso en la disputa. Era el Crudo, hombre temible, fornido, bárbaro, de apariencia más que medianamente aterradora, pero de carácter noble, leal, franco y generoso, el cual, alzando la voz ante el concurso de estudiantes, les apostrofó así:

– Ya sé que ustedes son los que andan por ahí metiendo cizaña contra el general… El general lo sabe y va a hacer un escarmiento… Bien dije yo que los estudiantes y las mujeres no servirían más que para enredijos. En la partida hay traición, en la partida se trama alguna picardía. Ya parecerán los gordos; pero en el ínterin yo les advierto a los estudiantillos sin vergüenza que si les oigo decir una sola palabra que ofenda a nuestro querido general D. Juan Martín, les cojo y les despachurro.

Hizo un gesto tan elocuente, que los claros varones a quienes iba dirigida la filípica, tuvieron a bien callarse fijando en el suelo sus abatidos ojos.

Poco después marchábamos hacia las alturas de Canredondo, donde se nos unió la división de Orejitas. Este y D. Vicente Sardina siguieron la dirección de Huerta Hernando y la Olmeda, mientras el general en jefe, con D. Saturnino Albuín y casi toda la caballería, se acercaba a la raya de Aragón por Sierra Ministra. No hallamos franceses en nuestro camino, ni tampoco gran abundancia de comestibles, pues los pueblos de aquella tierra habían dado ya a uno y otro ejército lo poco que tenían.

Al llegar cerca de Molina, conocimos que se nos llevaba a poner sitio a aquella histórica ciudad, guarnecida y fortificada entonces por los franceses. Ocupamos los lugares de Corduente, Ventosa, Cañizares, y pasando el río Gallo por Castilnuevo, cortamos el camino de Teruel y el de Daroca, por donde se temía que vinieran tropas enemigas en auxilio de la ciudad bloqueada.