Oiré atentamente lo que tengáis que decirme, y tiempo propicio habrá para medir y tratar de tan importantes asuntos. Hasta entonces, mi noble amigo, tened esto bien presente: Bruto preferiría ser un aldeano a titularse hijo de Roma en las duras condiciones que estos tiempos parecen imponernos.
CASIO. — ¡Celebro que mis débiles palabras hayan hecho brotar de Bruto esas chispas de fuego!
BRUTO. — Han dado fin los juegos, y César vuelve.
CASIO. — Cuando pase el cortejo, tirad a Casca de la manga, y él os contará con sus bruscos modales lo que haya sucedido hoy digno de nota. (Vuelven a entrar césar y su séquito.)
BRUTO. — Lo haré. Pero mirad, Casio: la cólera centellea en la frente de César, y todos los que le acompañan semejan un séquito lleno de consternación. Las mejillas de Calpurnia están pálidas, y Cicerón deja ver su semblante irritado y la fiereza de sus ojos, tal como le contemplamos en el Capitolio cuando le contrarían en los debates algunos senadores.
CASIO. — Casca nos dirá qué ha sido.
CÉSAR. — ¡Antonio!
ANTONIO. — ¿César?
CÉSAR. — Rodéame de hombres gruesos, de poca cabeza y que de noche duerman bien. He allí a Casio, con su figura extenuada y hambrienta. ¡Piensa demasiado! ¡Semejantes hombres son peligrosos!
ANTONIO. — No le temáis, César; no es peligroso; es un noble romano y de rectas intenciones.
césar — ¡Le quisiera más grueso! Pero no le temo. Y, sin embargo, si mi nombre fuera asequible al temor, no sé de hombre alguno a quien evitase tan pronto como a ese enjuto Casio.
Lee mucho, es un gran observador y penetra admirablemente en los motivos de las acciones humanas. Él no es amigo de espectáculos, como tú, Antonio, ni oye música. Rara vez sonríe, y si lo hace es de manera que parece mofarse de sí mismo y desdeñar su humor, que pudo impulsarle a sonreír a cosa alguna. Tales hombres no sosiegan jamás mientras ven alguno más grande que ellos, y son, por lo tanto, peligrosísimos. Te digo más bien lo que es de temer que lo que yo tema, pues siempre soy CÉSAR. Colócate a mi derecha, pues soy sordo de este oído, y dime francamente lo que opinas de él. (Salen césar y su séquito, menos CASCA.)
CASCA. — Me habéis tirado del manto. ¿Queríais hablarme?
BRUTO. — Sí, Casca; contadnos qué ha sucedido hoy, que César parece tan descontento.
CASCA. — ¿Pues no estabais con él?
BRUTO. — No preguntaríamos entonces a Casca lo ocurrido.
CASCA. — Pues sucedió que le ofrecieron una corona, y ofrecida que le fue, la apartó con el revés de la mano, así, y entonces el pueblo prorrumpió en aclamaciones.
BRUTO. — ¿Qué motivó el segundo clamoreo?
CASCA. — Pues lo mismo.
CASIO. — Hubo tres vítores.
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