En ellos se aludirá embozadamente a la ambición de CÉSAR. Y después, que piense César en afirmarse bien, porque le echaremos abajo o sufriremos días peores. (Sale,,)

 

SCENA TERTIA

El mismo lugar. — Una calle

 

Truenos y relámpagos. Entran por opuestas direcciones casca, con la espada desmida, y cicerón

CICERÓN. — ¡Buenas tardes, Casca! ¿Habéis conducido a César a su casa? ¿Por qué estáis sin aliento y tan espantado?

CASCA..— ¿No os conmovéis cuando se estremecen en masa los cimientos de la tierra como una cosa vacilante? ¡Oh Cicerón! He visto tempestades en que los irritados vientos rajaban las nudosas encinas y he contemplado al ambicioso océano hincharse y mugir espumoso para alzarse tan alto como las amenazadoras nubes; pero nunca hasta esta noche, nunca hasta ahora mismo presencié una tempestad que destila fuego. ¡De por fuerza hay empeñada en el cielo una guerra civil, o el mundo, demasiado insolente con los dioses, los provoca a consumar la destrucción!

CICERÓN. — ¡Qué! ¿Habéis visto algo aún más que asombroso?

CASCA. — Un siervo ordinario, a quien conocéis de vista, levantó su mano izquierda, de la cual brotaron llamas, y ardió como veinte antorchas juntas, y, no obstante, su mano, insensible al fuego, permaneció ilesa. Aún hay más, y desde ese momento no he vuelto a envainar mi espada: frente al Capitolio hallé un león, que me miró con ojos encendidos y se alejó encolerizado, sin hacerme mal. Y sobre un alto he encontrado un grupo como de cien mujeres, pálidas, demudadas por el terror, que juraban haber visto recorrer las calles arriba y abajo a hombres completamente envueltos en, llamas. Y ayer, el ave de las tinieblas se posó en pleno día sobre la plaza del mercado, graznando y chillando. Cuando coinciden a una semejantes prodigios, que nadie diga: «Son fenómenos naturales, y sus causas éstas», porque, a mi juicio, son presagios siniestros para los países donde se verifican.

CICERÓN. — Es ésta una época bastante extraña por cierto; pero los hombres pueden interpretar las cosas a su manera, contrariamente al fin de las cosas mismas. ¿Vendrá mañana César al Capitolio?

CASCA. — Sí, porque encargó a Antonio que os hiciera saber que estaría allí mañana.

CICERÓN. — Pues buenas noches, CASCA. Con esta perturbación del firmamento no está el ánimo para pasear.

CASCA. — ¡Adiós, Cicerón! (Sale CICERÓN. Entra CASIO.)

CASIO. — ¿Quién va?

CASCA. — Un romano.

CASIO. — Por vuestra voz, sois CASCA.

CASCA. — Tenéis buen oído. ¡Qué noche, Casio!

CASIO. — Una noche muy grata para los hombres de bien.

CASCA. — ¿Quién ha visto jamás un cielo tan airado?

CASIO. — ¡Los que saben lo llena de delitos que está la tierra! Por mi parte, he vagado por las calles, arrostrando la noche peligrosa. Y desceñido como me veis, Casca, he expuesto mi pecho a las centellas, y cuando el azulado relámpago oblicuo parecía desgarrar el seno del cielo, yo mismo me ofrecí como su blanco y bajo su fuerte estallido.

CASCA. — Pero ¿por qué tentáis tanto a los cielos? Es propio del hombre temblar y estremecerse cuando los dioses de mayor potencia envían para aterrarnos estos terribles mensajeros.

CASIO. — Sois torpe, Casca, y carecéis de esos destellos de vida que deben existir en todo romano; o al menos, no los queréis utilizar. Os veo pálido y pusilánime, lleno de temor,y repentinamente estupefacto ante la rara impaciencia de los cielos.