El museo es interesante, y revela un extraordinario grado de cultura; pero como impresión de la existencia del autor de Hamlet es mucho más honda la que se recibe sentándose en el poyo de la cocina, bajo la enorme campana de la chimenea. Ambos edificios, la casa natural y el anejo, son cuidados y conservados con diligente esmero. En ellos no se enciende fuego ni de noche ni de día, para evitar el peligro de un incendio en aquel viejo maderamen, ennegrecido y resecado por el tiempo. En un jardín contiguo se cultivan las flores y arbustos más comúnmente citados por el poeta en sus inmortales escenas y sonetos. La peregrinación a la casa natal aumenta cada día. El número de visitantes, según consta en los libros de firmas, ascendió el último año a diecisiete mil.
De Hensley Street pasamos a New Place, donde estuvo la casa en que murió Guillermo. En ella habitó los últimos diecinueve años do su vida y escribió algunos de sus dramas, probablemente Julio César, Antonio y Cleopatra, Macbeth, y todos los del cuarto período. En el extenso jardín de la casa de New Place plantó Guillermo un moral. Árbol y casa fueron destruidos bárbaramente a mediados del pasado siglo por el poseedor de la finca, Sir F. Gastrell, cuyo nombre ha pasado a la posteridad por este acto de salvajismo. Para consumarlo no tuvo más motivo que las continuas molestias que le daban los visitantes. La madera del moral fue conservada por algunos industriales, que se dieron a fabricar objetos y a expenderlos. Pero el número de baratijas del árbol shakespeariano llegó a ser tan considerable, que debemos suponer entró en su confección, no un árbol, sino un bosque entero. La casa no tardó en ser derribada también, y de ella sólo quedan informes cimientos. La que en su lugar existe contiene otro museo, menos interesante que el de Hensley Street. El jardín, esmeradamente cuidado, es amenísimo, delicioso, lleno de la memoria, y de las huellas, y de la sombra de aquel a quien Ben Jonson llamó «alma del siglo, asombro de la escena».
IV
La tumba
Pero lo más interesante de Stratford es la iglesia, Holy Trinity Church, sepultura del poeta y de su mujer. Honor insigne para un país es guardar los restos de sus hombres eminentes. Nuestra incuria nos impide vanagloriarnos de esto, y aunque sabemos que los huesos de Cervantes yacen en las Trinitarias, y en Santiago los de Velázquez, no podemos separarlos de los demás vestigios humanos que contiene la fosa común. Téngase en cuenta que Shakespeare disfrutó en vida de fama resplandeciente; que sus contemporáneos le estimaron en lo que valía; que poseyó cuantiosos bienes de fortuna, y que su familia pudo y supo cuidar de la conservación de sus cenizas venerables.
La iglesia parroquial de Stratford es bellísima, ojival, del tipo normando en su mayor parte, pequeña si se la compara con las catedrales españolas y aun con las inglesas, grande en proporción de los templos parroquiales de todos los países. Antes del cisma fue colegiata, con un coro de quince canónigos. Consta de una gran nave con crucero, y otras dos colaterales pequeñas, y sobre el crucero se alza la torre del siglo XVI, construcción aérea y elegantísima. El interior no ofrece la desnudez fría de los templos protestantes. Parece una iglesia católica, sobre todo en el presbiterio, lo más hermoso de este ilustre monumento. Las rasgadas ventanas del estilo inglés perpendicular, los pintados vidrios que las decoran, el altar con gallardas esculturas, la sillería de tallado nogal, los púlpitos, los sepulcros, ofrecen un conjunto de extraordinaria belleza y poesía. Al penetrar en el santuario, todas las miradas buscan el monumento del altísimo poeta en la pared norte del presbiterio, en el lado del Evangelio. Es propiamente un retablo, y quien no supiera qué imagen es aquella, la tomaría por efigie de un santo allí colocado para que le adoraran los fieles.
Consta de un sencillo cuerpo arquitectónico, grecorromano: dos columnas sostienen un cornisamento con guardapolvo, que ostenta en el copete las armas de Shakespeare; en el centro el busto, imagen de medio cuerpo y de tamaño natural. A primera vista se tomaría el monumento por una ventana, en la cual estuviera asomada la figura, viéndosela de la cintura arriba. Los brazos caen con naturalidad sobre un cojín. La mano derecha tiene una pluma, y la izquierda se apoya abierta sobre un papel. El color aplicado a la tallada piedra da a la escultura una viva impresión del natural.
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