Hasta tal punto los celos, que en amor equivalen a la pérdida de toda felicidad, son más sensibles que la pérdida de la reputación. Y entonces Fedra deja que Enona (que no es sino el nombre de la peor parte de ella misma) calumnie a Hipólito, sin asumir «el cuidado de defenderle», y envía así al que no la quiere a un destino cuyas calamidades, por lo demás, no la consuelan en modo alguno a ella misma, puesto que su muerte voluntaria sigue de cerca a la muerte de Hipólito. Por lo menos así, reduciendo la parte de todos los escrúpulos «jansenistas», como diría Bergotte, que Racine dio a Fedra para que parezca menos culpable, veía yo esta escena, especie de profecía de los episodios amorosos de mi propia existencia. Por lo demás, estas reflexiones no habían cambiado en nada mi determinación y devolví mi carta a Francisca para que la echara por fin al correo haciendo así con Albertina aquel intento que me parecía indispensable desde que me enteré de que no se había efectuado. Y seguramente hacemos mal en creer que el cumplimiento de nuestro deseo sea poca cosa, puesto que, cuando creemos que no se puede cumplir, nos aferramos de nuevo a él y sólo cuando estamos bien seguros de que se cumplirá nos parece que no valía la pena de perseguirlo. Y, sin embargo, también tenemos razón. Pues si tal cumplimiento, si la felicidad sólo nos parecen pequeños por la certidumbre, son, sin embargo, cosa inestable de donde sólo contrariedades pueden salir. Y las contrariedades serán tanto más fuertes cuanto más completo fuere el cumplimiento del deseo, más imposible de soportar si la felicidad, contra la ley de la naturaleza, prolongada algún tiempo, recibe la consagración del hábito. También, en otro sentido, las dos tendencias, en este caso la que hacía querer que saliera la carta, y, cuando ya la creía en el correo, lamentarlo, tienen, una y otra, su verdad. En cuanto a la primera, es muy comprensible que corramos en pos de nuestra felicidad -o de nuestra desgracia- y que al mismo tiempo deseemos interponer ante nosotros, con esa nueva acción que va a comenzar a conducir sus consecuencias, una espera que no nos deja en la desesperación absoluta: en una palabra, que procuremos hacer pasar, con otras formas que imaginamos nos van a ser menos crueles, el mal que padecemos. Pero la otra tendencia no es menos importante, pues, nacida de la creencia en el éxito de nuestra empresa, es simplemente el comienzo, comienzo anticipado, de la desilusión que sentiríamos muy pronto ante la satisfacción del deseo, el pesar de haber fijado para nosotros, a expensas de los demás que se encuentran excluidos, esa forma de la felicidad.
Devolví la carta a Francisca diciéndole que fuera a echarla en seguida al correo. Una vez la carta en camino, volví a pensar que el retorno de Albertina era inminente. Y aquel retorno no dejaba de poner en mi mente graciosas imágenes cuya dulzura neutralizaba un poco los peligros que yo veía en aquel retorno. La dulzura, tanto tiempo perdida, de tenerla a mi lado me embelesaba.
El tiempo pasa, y poco a poco, todo lo que decíamos mintiendo va resultando cierto; bien lo había experimentado yo con Gilberta; la indiferencia que fingía cuando no cesaba de llorar acabó por realizarse; poco a poco, la vida, como le decía a Gilberta en una fórmula embustera y que retrospectivamente llegó a ser cierta, la vida nos fue separando. Lo recordaba y me decía: «Si Albertina deja pasar unos meses, mis mentiras se tornarán verdad. Y ahora que ya pasó lo más duro, ¿no sería preferible que ella dejara pasar este mes? Si vuelve renunciaré a la vida verdadera que, ciertamente, no estoy aún en disposición de gustar, pero que progresivamente podrá comenzar a ofrecerme encantos a medida que el recuerdo de Albertina se vaya debilitando[14].»
[14] No digo yo que el olvido no comenzara a hacer su obra. Pero uno de los efectos del olvido era presisamente que muchos de los aspectos desagradables de Albertina, de las horas aburridas que pasaba con ella, no surgieran ya en mi memoria, que dejaran, por tanto, de ser motivos para desear que no estuviera allí, como lo deseaba cuando todavía estaba, y ofrecerme de día una imagen sumaria, embellecida con todo lo que yo había sentido en mi amor por otras. En esta forma especial, el olvido, que, sin embargo, trabajaba en acostumbrarme a la separación, mostrándome a Albertina más dulce, más bella, me hacía desear más su regreso. [La edición de La Pléiade inserta a pie de página, con referencia al lugar señalado, este fragmento, con la advertencia de que, en el manuscrito, se encuentra en un papel suplementario. (N. de la T)]
Desde que Albertina se marchara, muchas veces, cuando me parecía que ya no se me podía notar que había llorado, llamaba a Francisca y le decía: «Habrá que ver si la señorita Albertina no olvidó nada. Acuérdese de arreglar su habitación para que la encuentre debidamente cuando vuelva.» O: «Precisamente el otro día, la señorita Albertina me decía… sí, la víspera de marcharse…». Quería rebajarle a Francisca la detestable satisfacción que le causaba la marcha de Albertina dándole a entender que su ausencia sería corta; quería también demostrarle que no rehuía hablar de aquella marcha, y -como hacen algunos generales que a los retrocesos forzados les llaman una retirada estratégica de acuerdo con un plan preparado- hacerla pasar por cosa voluntaria, como un episodio cuyo verdadero significado ocultaba yo momentáneamente, en modo alguno como el final de mi amistad con Albertina. Nombrándola continuamente, quería, en fin, hacer entrar algo suyo, como un poco de aire, en aquella habitación donde su ausencia había hecho el vacío y yo no respiraba ya. Además, intentamos disminuir las proporciones de nuestro dolor introduciéndolo en el lenguaje hablado entre la petición de un traje y unas órdenes para comer.
Francisca, al arreglar el cuarto de Albertina, abrió curiosa el cajón de una mesita de madera de rosa donde mi amiga guardaba las cosas que se quitaba para dormir.
–¡Oh!, señor, la señorita Albertina se olvidó de llevarse las sortijas, se han quedado en el cajón.
Mi primer impulso fue decirle: «Hay que enviárselas». Pero esto daba a entender que no estaba seguro de que volviera.
–Bien -contesté después de un momento de silencio-, no tiene importancia para el poco tiempo que estará fuera. Démelas, ya veré.
Francisca me las trajo con cierta desconfianza. Detestaba a Albertina, pero, juzgándome por ella misma, se figuraba que no se me podía dar una carta escrita por mi amiga sin temor de que la abriese. Cogí las sortijas.
–Tenga cuidado el señor de no perderlas -dijo Francisca-, ¡bien bonitas que son! No sé quién se las habrá regalado, si el señor u otro, pero lo que sí sé es que ha sido uno rico y de buen gusto.
–No, no he sido yo -le contesté-, y además no proceden de la misma persona, una se la regaló su tía y la otra la compró ella.
–¡Que no vienen de la misma persona! – exclamó Francisca-. El señor se guasea; son iguales, menos los rubíes que le han puesto a una, las dos tienen la misma águila, las mismas iniciales por dentro…
No sé si Francisca se daba cuenta del daño que me hacía, pero esbozó una sonrisa que ya no se borró de sus labios.
–¿Cómo la misma águila? Está usted loca.
1 comment