Como es lista, sabrá aprovechar la compañía de un hombre como tú y la admirable influencia que sabes ejercer sobre una persona. Creo que esa idea que has tenido puede ser tan beneficiosa para ella como para ti. De modo que, si opusiera la menor sombra de dificultad (cosa que no creo), telegrafíame, que ya me encargaré yo de convencerla.»
La segunda estaba fechada un día más tarde. En realidad debió de escribirlas a poca distancia una de otra, puede que al mismo tiempo, retrasando la fecha de la primera. Pues, todo el tiempo, yo había imaginado en el absurdo sus intenciones, suponiendo que eran volver conmigo, y cualquiera que no tuviera nada que ver en el asunto, un hombre sin imaginación, el negociador de un tratado de paz, el comerciante que examina una transacción, las hubieran juzgado mejor que yo. La segunda carta no contenía más que estas palabras:
«¿Será demasiado tarde para que yo vuelva a tu casa? Si todavía no has escrito a Andrea, ¿me aceptarías? Me inclinaré ante tu decisión y te suplico que no tardes en comunicármela, ya puedes pensar con qué impaciencia la espero. Si decides que vuelva tomaré el tren inmediatamente. Tuya, de todo corazón, Albertina.»
Para que la muerte de Albertina hubiera podido suprimir mis sufrimientos, habría sido preciso que el choque la matara no sólo en Turena, sino en mí. En mí nunca estuvo tan viva. Para que un ser entre en nosotros tiene que tomar la forma, adaptarse al marco del tiempo; como no se nos aparece más que en minutos sucesivos, nunca puede presentarnos de él sino un solo aspecto a la vez, entregarnos una sola fotografía. Gran debilidad, sin duda, para un ser, consistir en una simple colección de momentos; gran fuerza también; depende de la memoria, y la memoria de un momento no sabe todo lo que pasó después; ese momento que la memoria registró dura todavía, vive aún, y con él el ser que en él se perfilaba. Y ese desmenuzamiento no sólo hace que la muerte viva: la multiplica. Para consolarme hubiera tenido que olvidar no a una, sino a innumerables Albertinas. Cuando hubiera llegado a soportar la pena de haber perdido a ésta, tendría que volver a empezar con otra, con otras cien.
Mi vida cambió por entero. Lo que había hecho su dulzura, y no por causa de Albertina, sino paralelamente a ella, cuando estaba solo, era precisamente el perpetuo renacer de momentos antiguos a la llamada de momentos idénticos. El rumor de la lluvia me traía el olor de las lilas de Combray; la movilidad del sol en el balcón, las palomas de los Champs Elysées; los ruidos ensordecedores en el calor de la mañana, el frescor de las cerezas; el rumor del viento y el retorno de Pascuas, el deseo de Bretaña o de Venecia. Llegaba el verano, los días eran largos, hacía calor. Era el tiempo en que, muy de mañana, alumnos y profesores van a los parques públicos a preparar bajo los árboles las últimas lecciones, para recoger la postrera gota de frescor que deja caer un cielo menos ardiente que en el centro del día, pero ya también estérilmente puro. Desde mi habitación oscura, con un poder de evocación igual al de antes, pero que ya sólo me daba sufrimiento, sentía que fuera, en el aire pesado, el sol declinante ponía en la verticalidad de las casas, de las iglesias, una mancha leonada. Y si Francisca, al volver, desordenaba sin querer los pliegues de las grandes cortinas, yo sofocaba un grito al desgarrón que acababa de hacer en mí aquel rayo de sol antiguo que me había hecho encontrar bella la fachada nueva de Bricqueville l'Orgueilleuse cuando Albertina me dijo: «Está restaurada.» No sabiendo cómo explicar a Francisca mi suspiro, le decía: «¡Ah!, tengo sed». Francisca salía, entraba, pero yo me volvía violentamente, bajo la dolorosa descarga de uno de los mil recuerdos invisibles que a cada momento estallaban en la sombra en torno mío: acababa de ver que Francisca traía sidra y cerezas, aquella sidra y aquellas cerezas que un mozo de granja nos trajo al coche en Balbec, especies con las que, en otro tiempo, habría comulgado yo lo más perfectamente, con el arco iris de los comedores oscuros en los días ardientes. Entonces pensé por primera vez en la granja de Ecorres y me dije que, algunos días en que Albertina me decía en Balbec que no estaba libre y que tenía que salir con su tía, acaso estaba con una amiga en una granja que ella sabía que no entraba en mis costumbres y donde, mientras yo me paraba en Marie-Antoinette y me decían: «Hoy no la hemos visto», ella empleaba con su amiga las mismas palabras que conmigo cuando salíamos juntos: «No se le ocurrirá buscarnos aquí, y así estaremos tranquilas». Yo le decía a Francisca que cerrara las cortinas para no ver aquel rayo de sol. Pero el rayo de sol seguía filtrándose, igual de corrosivo, en mi memoria. «No me gusta, está restaurada, pero mañana iremos a Saint-Martin-le-Vêtu, pasado mañana a…» Mañana, pasado mañana, era un porvenir de vida común, quizá para siempre, que comienza; mi corazón se lanza hacia él, pero ya no está allí, Albertina ha muerto.
Le pregunté a Francisca qué hora era. Las seis. Por fin, a Dios gracias, iba a desaparecer aquel calorazo del que en otro tiempo me quejaba con Albertina y que tanto nos gustaba. Se acababa el día. Pero ¿qué adelantaba yo con que se acabara? Venía el fresco del atardecer, era la puesta del sol; en mi memoria, al final de un camino que tomábamos juntos para volver, vislumbraba yo, más allá del último pueblo, como una estación distante, inaccesible para la noche, aunque parásemos en Balbec, siempre juntos. Juntos entonces, ahora había que pararse en seco ante ese mismo abismo: ella había muerto.
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