De esta misma manera, cuando, en otro tiempo, una visita amable me impedía trabajar, si al día siguiente me quedaba solo, no por eso trabajaba más. Si una enfermedad, un duelo, un caballo desbocado nos hacen ver la muerte de cerca, cuánto gozaríamos de todo eso que vamos a perder. Y una vez pasado el peligro lo que encontramos de nuevo es la misma vida monótona en la que nada de aquello existía para nosotros.

Esas noches tan cortas duran poco. Volvería el invierno, en el que ya no tendría que temer el recuerdo de las excursiones con ella hasta el alba demasiado temprana. Pero ¿no me traerían las primeras heladas, conservado en su hielo, el germen de mis primeros deseos, cuando mandaba a buscarla a media noche, pues el tiempo me parecía demasiado largo hasta su llamada, aquella llamada que ahora podría esperar eternamente en vano? ¿No me traerían el germen de mis primeras inquietudes cuando, dos veces, creí que no volvería? En aquel tiempo la veía de tarde en tarde; pero hasta aquellos intervalos entre sus visitas que hacían surgir a Albertina, al cabo de unas semanas, del seno de una vida desconocida que yo no intentaba poseer, aseguraban mi tranquilidad impidiendo que las veleidades de mis celos, continuamente interrumpidas, se aglomeraran, formaran bloque en mi corazón. Aquellos intervalos, tan calmantes que fueron en aquel tiempo, ahora, retrospectivamente, estaban llenos de dolor desde que había dejado de serme indiferente lo que, en su duración, pudiera ella haber hecho, ahora que ya no podría recibir ninguna visita de ella; de suerte que aquellas noches de enero en que venía, y que por eso me eran tan dulces, ahora me insuflarían en su agudo cierzo una inquietud que entonces no conocía y me traerían, pero ya pernicioso, el primer germen de mi amor, conservado en su hielo. Y pensando que volvería a empezar aquel tiempo frío que, desde Gilberta y mis juegos en los Champs-Elysées, tanto me entristeciera siempre; cuando pensaba que volverían aquellos atardeceres semejantes a aquel atardecer, a aquel atardecer de nieve en que toda una noche esperé vanamente a Albertina, entonces, como un enfermo del pecho que se pone en el punto de vista del cuerpo, por su pecho, yo, moralmente, en aquellos momentos lo que más temía para mi dolor, para mi corazón, era el retorno de los grandes fríos, y me decía que quizá lo más duro que había que pasar sería el invierno.

Como el recuerdo de Albertina estaba unido a todas las estaciones tendría que haberlas olvidado todas, aunque luego hubiera de recomenzar a conocerlas, como un viejo adolecido de hemiplejía aprende de nuevo a leer; tendría que renunciar a todo el universo. Sólo una verdadera muerte de mí mismo, decía, podría consolarme de la suya (pero es imposible). No pensaba que la muerte de uno mismo no es ni imposible ni extraordinaria; se consuma independientemente de nuestra voluntad, y aun contra nuestra voluntad, cada día. Y padecería la repetición de todos esos días que no solamente la naturaleza, sino circunstancias artificiales, un orden más convencional, introducen en una estación. Pronto llegaría la fecha en que, el otro verano, fui a Balbec, y en que mi amor, no inseparable todavía de los celos y que no se preocupaba de lo que Albertina hiciera todo el día, había de sufrir tantas evoluciones, antes de llegar a ser, tan diferente, el de los últimos tiempos, que este año final en que comenzó a cambiar y en que acabó el destino de Albertina me parecía colmado, diverso, vasto como un siglo. Después sería el recuerdo de días posteriores, pero en años anteriores, los domingos de mal tiempo, en los que, sin embargo, todo el mundo había salido, en el vacío de la tarde, cuando el ruido del viento y de la lluvia me hubieran invitado a quedarme «filosofando bajo los tejados», ¡con qué ansiedad vería aproximarse la hora en que Albertina, tan poco esperada, había venido a verme, me había acariciado por primera vez, interrumpiéndose por Francisca, que traía la lámpara, en aquel tiempo dos veces muerto en que era Albertina la que sentía curiosidad por mí, en que mi cariño a ella podía legítimamente tener tanta esperanza! Aun en una estación más adelantada, aquellas tardes gloriosas en que los oficios, los pensionados entreabiertos como capillas, bañados de un polvo dorado, coronan la calle de esas semidiosas que, charlando no lejos de nosotros con sus compañeras, nos inspiran la fiebre de penetrar en su existencia mitológica, no me recordaban ya más que el cariño de Albertina que, junto a mí, era un impedimento para acercarme a ellas.

Por otra parte, al recuerdo de las horas, aun de las puramente naturales, se sumaba forzosamente el paisaje moral que hace de ellas algo único. Cuando, más tarde, oyera el cuerno del cabrero, en el primer buen tiempo, casi italiano, el mismo día mezclaría sucesivamente a su luz la ansiedad de saber a Albertina en el Trocadero, quizá con Léa y las dos muchachas, después la dulzura familiar y doméstica, casi como de una esposa, que entonces me parecía pesada y que Francisca iba a traerme. Aquel mensaje telefónico de Francisca que me transmitió el homenaje obediente de Albertina volviendo con ella, había creído que me enorgullecía. Me equivocaba. Si me encantó fue porque me hacía sentir que mi amada era muy mía, que no vivía sino por mí y, aun a distancia, sin necesidad de ocuparme de ella, me consideraba su esposo y su dueño, volviendo a casa a una señal mía. Y así, aquel mensaje telefónico fue una parcela de dulzura venida de lejos, emitida desde aquel barrio del Trocadero donde resultó que había para mí manantiales de felicidad que me enviaban tranquilizantes moléculas, bálsamos calmantes, devolviéndome al fin una tan dulce libertad de espíritu que ya no tuve más que esperar -entregándome sin la restricción del menor cuidado a la música de Wagner- la llegada segura de Albertina, esperarla sin fiebre, sin ninguna impaciencia, allí donde no supe reconocer la felicidad. Y la causa de aquella felicidad de que volviera, de que obedeciera y me perteneciera, estaba en el amor, no en el orgullo. Ahora no me importaría nada tener a mis órdenes cincuenta mujeres volviendo a una señal mía no ya del Trocadero, sino de las Indias. Pero aquel día, sintiendo a Albertina, que, mientras yo estaba solo tocando el piano, volvía dócilmente a mí, respiré, diseminada como un polvillo en el sol, una de esas sustancias que, así como otras son saludables para el cuerpo, hacen bien al alma. Después fue la llegada de Albertina transcurrida una hora, luego el paseo con ella, llegada y paseo que yo creí fastidiosos porque iban acompañados para mí de seguridad, pero que, por esta misma seguridad, a partir del momento en que Francisca me telefoneó que traía a Albertina, pusieron una calma de oro en las horas siguientes, hicieron como una segunda jornada muy distinta de la primera porque tenía un substrato moral muy diferente, un substrato moral que hacía de ella una jornada singular sumada a la variedad de las otras jornadas vividas hasta entonces, y que nunca hubiera imaginado -como no podríamos imaginar el reposo de un día estival si esos días no existieran en la serie de los que hemos vivido-; una jornada de la que no podía decir absolutamente que la recordase, pues a aquella calma se superponía ahora un sufrimiento que entonces no había sentido. Pero mucho después, cuando, poco a poco, fui atravesando en sentido inverso los tiempos por los que había pasado antes de amar tanto a Albertina, cuando mi corazón cicatrizado pudo separarse sin sufrimiento de Albertina muerta, entonces, cuando pude por fin recordar sin sufrir el día que Albertina fue de compras con Francisca en vez de quedarse en el Trocadero, recordé con placer aquel día de una estación moral que no había conocido hasta entonces; recordé por fin exactamente, sin sufrimiento, al contrario: como recordamos ciertos días de verano que encontramos muy calurosos cuando los vivimos, y de los que sólo después sacamos la ley sin aleación de oro fijo y de indestructible azur.

De suerte que aquellos años no imponían solamente en el recuerdo de Albertina, que los hacía tan dolorosos, los colores sucesivos, las modalidades diferentes, la ceniza de sus estaciones o de sus horas, atardeceres de junio en las noches de invierno, claros de luna en el mar cuando, al amanecer, volvíamos a casa, nieve de París en las hojas muertas de Saint-Cloud, sino también la especial idea que yo me hacía sucesivamente de Albertina, del aspecto fisico con que me la imaginaba en cada uno de aquellos momentos, de la mayor o menor frecuencia con que la veía en aquella temporada, 1 que yo encontraba más dispersa o más compacta, de las ansiedades que había podido causarme en la espera, de lo que yo hubiera sentido por ella en un determinado momento, de las esperanzas concebidas, perdidas después; todo esto variaba el carácter de mi tristeza retrospectiva tanto como las impresiones de luz o de perfume que a ella se asociaban, y completaba cada uno de los años solares que yo había vivido y que sólo con sus primaveras, sus otoños, sus inviernos, eran ya tan tristes por el recuerdo inseparable de ella, que le añadían una especie de año sentimental en el que las horas no las definía ya la posición del sol, sino la espera de una cita; en el que la duración de los días o los aumentos de la temperatura los media la tensión de mis esperanzas, el progreso de nuestra intimidad, la transformación sucesiva de su rostro, los viajes que había hecho, la frecuencia y el estilo de las cartas que me había escrito en la ausencia, su mayor o menor prisa por verme a su regreso. Y por último, aquellos cambios de tiempo, aquellos días diferentes, si cada uno de ellos me traía otra Albertina, no era solamente por la evocación de los momentos semejantes. Mas se recordará que siempre, aun antes de que yo llegase a amar, cada una hizo de mí un hombre diferente, con otros deseos porque las percepciones eran otras, y que, por no haber soñado la víspera más que tempestades y acantilados, si el día indiscreto de primavera deslizaba un olor a rosas por la valla entreabierta de su sueño, se despertaba camino de Italia. Hasta en mi amor, el estado cambiante de mi atmósfera moral, la presión variable de mis creencias, ¿no disminuyeron un día la visibilidad de mi propio amor, no le extendieron otro indefinidamente, no le embellecieron otro hasta la sonrisa, no lo constriñeron una vez hasta la tormenta? Somos solamente por lo que poseemos, no poseemos más que lo que nos es realmente presente, ¡y son tantos los recuerdos, los humores, las ideas que se nos van a lejanos viajes, en los que todo eso lo perdemos de vista! Y ya no podemos ponerlos en la cuenta total, que es nuestro ser. Pero todo eso tiene caminos secretos para volver a nosotros. Y algunas noches, dormido ya, casi sin añorar a Albertina -sólo podemos añorar lo que recordamos-, encontraba al despertar toda una flota de recuerdos que habían venido a navegar en mi más clara consciencia, que yo distinguía clarísimamente. Entonces me ponía a llorar lo que tan bien veía y que la víspera no era para mí más que la nada. El nombre de Albertina, su muerte, habían cambiado de sentido; sus traiciones recobraban de pronto toda su importancia.

¿Cómo se me apareció muerta, cuando ahora, para pensar en ella, sólo tenía a mi disposición las mismas imágenes que veía, una u otra, cuando estaba viva? Alternativamente rápida e inclinada sobre su bicicleta, como los días de lluvia corriendo sobre su rueda mitológica, o bien, las noches en que llevábamos champagne a los bosques de Chantepie, provocadora labor, cambiada, con aquel color lívido, encarnado solamente en los pómulos, cuando, distinguiéndola mal en la oscuridad del coche, la acercaba a la claridad de la luna, y ahora intentaba en vano recordarla, volver a verla, en una oscuridad que nunca terminaría. De suerte que hubiera tenido que destruir en mí, no una sola Albertina, sino innumerables Albertinas.