La cosa me preocupó más porque me dijo que las dos muchachas amigas de Léa iban a aquellos baños del hotel y se decía que no sólo a ducharse. Mas por miedo a enfadar a Albertina, o esperando un momento mejor, siempre aplacé hablarle de aquello y después dejé de pensar en ello. Y de pronto, al poco tiempo de morir Albertina, me volvió aquel recuerdo, con ese carácter a la vez irritante y solemne de los enigmas que permanecen insolubles para siempre por la muerte de la única persona que pudiera aclararlos. ¿No podría yo al menos intentar saber si Albertina había hecho algo malo o sólo había parecido sospechosa en aquel establecimiento de duchas? Quizá lo averiguara enviando a alguien a Balbec. Mientras vivía, seguramente no hubiera averiguado nada. Pero las lenguas se sueltan curiosamente contando una falta cuando ya no hay que temer el rencor del culpable. Como la imaginación está constituida de una manera rudimentaria, simplista (pues no ha pasado por las innumerables transformaciones que modifican los modelos primitivos de los inventos humanos, apenas reconocibles, ya sea del barómetro, del globo, del teléfono, etc., en sus perfeccionamientos posteriores), sólo nos permite ver pocas cosas a la vez, y aquel recuerdo del establecimiento de duchas ocupaba todo el campo de mi visión interior.
A veces, en las oscuras calles del sueño tropezaba con una de esas pesadillas que no son muy graves por una primera razón: que la tristeza que engendran apenas se prolonga una hora después del despertar, como esos malestares que causan los somníferos, y por otra razón: que sólo se tienen rara vez, apenas cada dos o tres años. Y aun no es seguro que las hayamos tenido -y que no tengan más bien ese aspecto de no producirse por primera vez que proyecta sobre ellas una ilusión, una subdivisión (pues decir desdoblamiento no bastaría). Como tenía dudas sobre la vida, sobre la muerte de Albertina, hacía tiempo que debería haber hecho averiguaciones. Pero el cansancio, la misma cobardía que me hiciera someterme a Albertina cuando estaba aquí, me impedían emprender nada cuando ya no la veía. Y, sin embargo, de la debilidad arrastrada durante tantos años surgió a veces un rayo de energía. Por lo menos me decidí a esta averiguación, muy parcial.
Dijérase que no había habido otra cosa en toda la vida de Albertina. Me preguntaba a quién podría enviar a intentar una averiguación sobre el terreno, en Balbec. Amado me pareció buena elección. Además de que conocía perfectamente el escenario, pertenecía a esa clase de gente del pueblo que se cuida de su interés, fieles a las personas a quienes sirven, indiferentes a toda especie de moral y de los que decimos: «son buenas personas» (pues si les pagamos bien, en su obediencia a nuestra voluntad resultan tan incapaces de indiscreción, de negligencia o de deslealtad como desprovistos de escrúpulos). Podemos tener en ellos una confianza absoluta. Después de marcharse Amado, pensé cuánto mejor hubiera sido que lo que él iba a intentar averiguar pudiera preguntárselo yo ahora a la misma Albertina. Y como la idea de esta pregunta que yo hubiera querido hacerle, que me parecía que iba a hacerle, trajo en seguida a Albertina a mi lado, no en virtud de un esfuerzo de resurrección, sino como por el azar de uno de esos reencuentros que, como en las fotografías no preparadas, dejan siempre a la persona más viva, al mismo tiempo que imaginaba nuestra conversación sentía su imposibilidad; acababa de abordar por una nueva cara la idea de que Albertina estaba muerta, Albertina, que me inspiraba esa ternura que sentimos por los ausentes cuya vista no viene a rectificar la imagen embellecida, inspirando también la tristeza de que esa ausencia fuese eterna y de que la pobre pequeña quedara privada para siempre de la dulzura de la vida. E inmediatamente, por una brusca traslación, pasaba de la tortura de los celos al desespero de la separación.
Lo que ahora me embargaba el corazón era, en lugar de rencorosas sospechas, el tierno recuerdo de las horas de cariño confiado pasadas con la hermana que su muerte me había hecho realmente perder, pues mi pena se refería no a lo que Albertina había sido para mí, sino a lo que mi corazón, deseoso de participar en las emociones más generales del amor, me había convencido poco a poco de que era; entonces me daba cuenta de que aquella vida que tanto me había aburrido (al menos yo lo creía) había sido, por el contrario, deliciosa; ahora sentía que a los menores momentos pasados hablando con ella de cosas incluso insignificantes se unía, se amalgamaba una voluptuosidad que entonces, verdad es, yo no percibía, pero, sin embargo, buscaba aquellos momentos perseverantemente y con exclusión de todo lo demás; los menores incidentes que recordaba -un movimiento que ella hizo junto a mí en el coche, o para sentarse a la mesa frente a mí en su cuarto- propagaban en mi alma un oleaje de dulzura y de tristeza que la iban invadiendo poco a poco toda entera.
Aquella estancia donde comíamos no me había parecido nunca bonita, pero le decía a Albertina que lo era para que estuviera contenta de vivir en ella. Ahora las cortinas, las sillas, los libros habían dejado de serme indiferentes. No sólo el arte pone encanto y misterio en las cosas más insignificantes; ese mismo poder de ponerlas en relación íntima con nosotros lo tiene también el dolor. En el momento mismo yo no presté ninguna atención a aquella comida que hicimos juntos al volver del Bois, antes de ir yo a casa de los Verdurin, y ahora volvía los ojos llenos de lágrimas a la belleza, a la grave dulzura de aquella comida. Una impresión del amor no está en proporción con las demás impresiones de la vida, pero sólo en medio de ellas podemos darnos cuenta de aquélla. No es desde abajo, en el tumulto de la calle y el barullo de las casas vecinas, sino alejándose, cuando, desde las laderas de una colina cercana, a una distancia en la que toda la población ha desaparecido o ya no forma más que un amasijo confuso a ras de tierra, se puede, en el recogimiento de la soledad y de la noche, apreciar, única, persistente y pura, la altura de una catedral. Yo intentaba abarcar la imagen de Albertina a través de mis lágrimas pensando en todas las cosas serias y justas que ella dijo aquella noche.
Una mañana creí ver la forma oblonga de una colina en la niebla, sentir el calor de una taza de chocolate, mientras me oprimía horriblemente el corazón aquel recuerdo de la tarde en que Albertina vino a verme y la besé por primera vez: es que acababa de oír el hipo del calorífero de agua que acababan de encender. Y arrojé con rabia una invitación de madame Verdurin que acababa de traerme Francisca. Aquella impresión que tuve, yendo por primera vez a comer a la Raspelière, de que la muerte no hiere a todas las personas a la misma edad, ¡con cuánta más fuerza la sentía ahora que Albertina había muerto, tan joven, y que Brichot seguía comiendo en casa de madame Verdurin, que continuaba recibiendo y quizá recibiera durante muchos años más! Y el nombre de Brichot me recordó en seguida el final de aquella fiesta en que me acompañó, cuando vi desde abajo la luz de la lámpara de Albertina. Ya había pensado en esto otras veces, pero no había abordado este recuerdo por el mismo lado. Pues si nuestros recuerdos son bien nuestros, lo son a la manera de esas casas que tienen pequeñas puertas escondidas que a veces ni siquiera conocemos y que alguien de la vecindad nos abre, de tal modo que entramos en nuestra casa por un lado por el que no habíamos entrado nunca. Entonces, pensando en el vacío que ahora encontraría al volver a mi casa, que ya no vería nunca desde abajo el cuarto de Albertina en el que se había apagado para siempre la luz, comprendí cómo me equivoqué aquella noche en la que, al dejar a Brichot, me creí irritado, pesaroso de no poder irme de paseo y hacer el amor en otro sitio y que solamente porque creía seguro el tesoro cuyos reflejos venían desde arriba hasta mí, no me detuve a calcular su valor y por esto me parecía forzosamente inferior a unos placeres, por pequeños que fueran pero que, tratando de imaginarlos, los valoraba.
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