Dudo que semejante dolor nos «mejore» —pero sé que nos hace más profundos—. Desde entonces, bien porque aprendemos a oponerle nuestro orgullo, nuestra ironía, nuestra fuerza de voluntad, como el indio que resiste el peor de los suplicios a base de injuriar a su verdugo; o bien porque nos replegamos a esa nada oriental —el nirvana—, en el mutismo, el letargo, la sordera del abandono, del olvido y de la extinción de nosotros mismos; lo cierto es que estos largos y peligrosos ejercicios de autodominio nos convierten en otro hombre con algunos interrogantes más y, sobre todo, con la voluntad de cuestionar en lo sucesivo poniendo en ello más insistencia, profundidad, rigor, dureza, malicia y serenidad que hasta el momento. Ya no existe la confianza en la vida; la vida misma se ha convertido en un problema ¡Pero no crean que esto nos vuelve necesariamente sombríos! Incluso entonces sigue siendo posible el amor a la vida —aunque en adelante se la ama de otra manera—. Es el amor por una mujer que despierta recelos… Bajo el encanto de todo lo problemático, el gozo ante la incógnita X que experimentan esos hombres más espirituales, más espiritualizados, es demasiado grande para que su luminoso ardor no transfigure sin cesar toda la miseria de lo problemático, todo el riesgo de la inseguridad, e incluso los celos del amante. Conocemos una nueva felicidad…

IV

Para acabar, no he de dejar de decir lo esencial: de semejantes abismos, de semejante enfermedad grave, como también de la enfermedad de la sospecha grave, se vuelve regenerado, con una piel nueva, más delicada, más maliciosa; con un gusto más refinado para la alegría; con un paladar más delicado para todo Yo bueno; con unos sentidos más gozosos; con una segunda y más peligrosa inocencia en el goce, más ingenua a la vez y cien veces más refinada de lo que nunca lo había sido antes. ¡Oh, qué repugnante, tosco, insípido y apagado nos resulta ahora el goce tal como lo entienden los vividores, nuestras «gentes cultivadas», nuestros ricos, y nuestros gobernantes! ¡Con qué malicia presenciamos en lo sucesivo el bullicio de feria donde el «hombre cultivado», el ciudadano, se deja hoy violentar por el arte, los libros y la música para experimentar «goces espirituales», ayudándose de brebajes espiritosos! ¡Cómo nos rompe los oídos el grito teatral de la pasión! ¡Qué distinta se vuelve a nuestro gusto toda esa confusión de los sentidos que aprecia el populacho cultivado con todas sus aspiraciones a lo inefable, a la exaltación a lo rebuscado! ¡No! Si los convalecientes seguimos necesitando un arte, será un arte totalmente diferente —un arte irónico, ligero, fugitivo, divinamente desenvuelto, divinamente artificial que, como una brillante llama, resplandezca en un cielo sin nubes! Sobre todo, un arte para artistas, ¡sólo para artistas! Respecto a ello sabemos mejor qué es, ante todo, indispensable en ese arte: ¡la alegría, toda clase de alegría, amigos míos!, incluso como artistas—; me gustaría probarlo. Los hombres conscientes sabemos en adelante demasiado bien ciertas cosas; ¡oh!, ¡qué bien aprendemos en lo sucesivo a olvidar, a no saber en cuanto artistas! Y en lo tocante a nuestro futuro, difícilmente se nos verá tras las huellas de esos jóvenes egipcios que turban durante la noche el orden de los templos, que se abrazan a las estatuas y que se empeñan por encima de todo en devolver, en descubrir, en sacar a la luz del día lo que por buenas razones se mantiene en secreto. No, de ahora en adelante nos horroriza ese mal gusto, esa voluntad de verdad, de «la verdad a cualquier precio», ese delirio juvenil en el amor de la verdad; somos demasiado aguerridos, demasiado graves, demasiado alegres, demasiado probados por el fuego, demasiado profundos para ello… Ya no creemos que la verdad siga siendo tal una vez que sede ha despojado de su velo; hemos vivido demasiado para creer en eso. Hoy en día es para nosotros una cuestión de decencia no poder verlo todo al desnudo, ni asistir a toda operación, ni querer comprenderlo y «saberlo» todo. «¿Es cierto que Dios nuestro Señor está en todas partes? —preguntaba una niña pequeña a su madre—, porque a mí eso me parece indecente.» ¡Buena lección para los filósofos! Deberíamos respetar más el pudor con el que la naturaleza se oculta tras enigmas e incertidumbres abigarradas. ¿No será la verdad una mujer cuya razón de ser consiste en no dejar ver sus razones? ¿Sería Baubó su nombre, por decirlo en griego?… ¡Oh, aquellos griegos! Sabían lo que es vivir; lo cuál exige quedarse valientemente en la superficie, en la epidermis; la adoración de la apariencia, la creencia en las formas, en los sonidos, en las palabras, ¡en todo el Olimpo de la apariencia! Aquellos griegos eran superficiales… ¡por profundidad! ¿Y no volvemos precisamente a eso, nosotros, los espíritus audaces, que hemos escalado la cumbre más elevada y peligrosa del pensamiento contemporáneo y que, desde arriba, hemos inspeccionado el horizonte, habiendo mirado hacia abajo desde esa altura? ¿No somos en eso… griegos? ¿Adoradores de formas, de sonidos, de palabras y, por consiguiente, artistas?

En camino, cerca de Génova, otoño de 1886.

Friedrich Nietzsche

LIBRO PRIMERO

1. Los doctrinarios del fin de la existencia.

Por más que reflexione acerca de los hombres, acerca de todos y de cada uno en particular, no los veo nunca más que ocupados en una tarea, en hacer lo que beneficia a la conservación de la especie. Y ello no por un sentimiento de amor a esta especie, sino sencillamente porque no hay nada tan inveterado, poderoso, inexorable, e irreductible que este instinto, porque este instinto es precisamente la esencia de la especie gregaria que somos. Si, con la miopía habitual, uno se pone a clasificar a sus semejantes como se suele hacer, en hombres útiles y nocivos, y en buenos y malos, a fin de cuentas, tras una madura reflexión sobre el conjunto de la operación, se acaba desconfiando de esa forma de depuración y de encasillamiento y se renuncia a ella. El hombre, incluso el más nocivo, es quizás también el más útil desde el punto de vista de la conservación de la especie, pues conserva en sí mismo, o por su influencia en otros, impulsos sin los cuales la humanidad se habría debilitado y corrompido desde mucho tiempo atrás. El odio, el placer de destruir, el deseo de rapiña y de dominación y todo lo que en general se considera malvado pertenece a la asombrosa economía de la especie, a una economía indudablemente costosa, derrochadora y, por línea general, prodigiosamente insensata; pero que puede probarse que ha conservado a nuestra especie hasta hoy. Yo no sé, mi semejante y querido prójimo, si ni siquiera puedes vivir en detrimento de la especie, es decir, de una forma «irracional», «malvada»; lo que hubiera podido dañar a la especie tal vez desapareció hace muchos siglos y hoy pertenece al orden de cosas que ni Dios podría concebir. Si obedeces a tus tendencias mejores o peores —y, sobre todo, si caminas hacia tu perdición—, en cualquier caso, serás sin duda alguna un promotor, un benefactor de la humanidad y por este título tendrás derecho a que te alaben… y por ende, a que te ataquen quienes te desprecian. Pero nunca encontrarás a alguien que sepa burlarse de ti, individuo particular, ni siquiera de lo mejor que hay en ti, y que te haga sentir, como lo exigiría la verdad, ¡tu miseria de mosca y de renacuajo! Efectivamente, para saber reírse de uno mismo, como habríamos de reírnos, de un modo que saliera del fondo de la verdad plena, —los mejores espíritus no han tenido hasta hoy el suficiente sentido de la verdad, ni los más dotados el genio necesario—. ¡Quizás la risa tiene también un futuro! Y será cuando la tesis «la especie lo es todo, lo particular no es nada» se haya encarnado en la humanidad y todos tengan acceso en cualquier momento a esta liberación última, a esta irresponsabilidad última. Es posible que entonces la risa vaya unida a la sabiduría, es posible que entonces no haya más ciencia que «la gaya ciencia». Pero por el momento las cosas siguen siendo de otro modo, la comedia de la existencia no ha tomado aún «conciencia de sí misma», y todavía estamos en la época de la tragedia, en la época de las morales y de las religiones. ¿Qué significa la constante aparición de esos fundadores de morales y de religiones, de esos instigadores a la lucha por el triunfo de criterios morales, de esos maestros de casos de conciencia y de guerras de religiones? ¿Qué significan esos héroes en este escenario? Porque hasta ahora han sido los héroes de este escenario; y todo lo demás que, por algún tiempo, era lo único visible e inmediato para nosotros, no ha servido nunca sino para la preparación de esos héroes, ya sea como tramoya y decorado, ya sea para representar los papeles de confidentes y ayudantes de orquesta (los poetas, por ejemplo, han sido siempre los ayudantes de orquesta de alguna moral). Ni que decir tiene que esos trágicos trabajan igualmente en interés de la especie, aunque puedan pensar que trabajan en interés de Dios y como enviados suyos. También ellos favorecen la vida de la especie, favoreciendo la creencia en la vida. "Vale la pena vivir —proclaman todos ellos—, esta vida tiene un significado, ¡fíjense que hay algo detrás de ella y debajo de ella!" Ese instinto que actúa de un modo regular, tanto en el hombre más iluminado como en el más vulgar, ese instinto de conservación de la especie, surge en diferentes intervalos bajo la forma de la razón y de la pasión del espíritu, encontrándose entonces acompañado de brillantes motivos y tendiendo a hacer olvidar con todas sus fuerzas que en realidad no es más que impulso, instinto, locura, falta de fundamento. La vida debe ser amada, ¡en efecto! El hombre debe favorecerse a sí mismo y favorecer a su prójimo, ¡en efecto! Cualquiera que sean las definiciones presentes y futuras de todos esos «debe», de todos esos «en efecto». Y entonces, para que lo que se produce necesariamente y por sí mismo siempre, y sin ningún fin, parezca de ahora en más que tiende a una meta determinada y adquiera para el hombre la evidencia de una razón y de una ley última, entra en escena el maestro de la moral, con su doctrina del «fin de la existencia»; para ello inventa otra segunda existencia y por medio de su nueva mecánica saca a la vieja existencia ordinaria de sus antiguos y normales goznes. ¡Indudablemente! No quiere de ninguna manera que nos riamos de la existencia, ni de nosotros mismos y… menos aún de él; para el individuo es siempre un individuo, algo primero y último, además de inmenso; para él no hay especie, ni sumas, ni ceros. Por más locas y delirantes que sean sus invenciones y sus valoraciones, por más que desconozca la marcha de la naturaleza y niegue sus condiciones —y todas las éticas han sido siempre insensatas y contrarias a la naturaleza, en un grado tal que cada una de ellas hubiese podido arruinar a la humanidad en el caso de que se hubiese adueñado de ella—, siempre que «el héroe» entraba en escena se conseguía algo nuevo: la horrible contrapartida de la risa, la honda conmoción de muchos individuos ante el pensamiento siguiente: «Sí, ¡vale la pena vivir!; sí, ¡merezco vivir!».

La vida, yo mismo, tú y todos en general nos hemos vuelto interesantes los unos para los otros, durante algún tiempo.