No sin bastante ingenio protegía la casa, sin embargo, con un picaporte hecho de mimbre durante sus ratos de ocio, en la puerta, y unas estacas que apuntalaban la contraventana, de forma tal que el curioso arquitecto tenía por seguro que, de entrar algún ladrón, y aunque tuviera fácil el acceso, salir de allí le resultaría de veras difícil. Era como si se hubiese inspirado en una trampa para pescar anguilas creada por un Yost Von Houten9 cualquiera. La escuela, en fin, se alzaba en un paraje solitario, a las afueras del pueblo, en un pequeño bosque que crecía a los pies de una colina; un enorme abedul le daba sombra y un sinuoso riachuelo pasaba muy cerca. El murmullo de las voces de sus discípulos, como el rumor de una colmena, lo arrullaba en los pesados días del verano, aunque en ocasiones, al hacerse escandaloso, le obligaba a levantar la voz en tono de amenaza y reprobación, e incluso a aguijonear con un palmetazo la mano de uno de aquellos holgazanes jaraneros que tan escandalosamente se desviaban de la senda del conocimiento... A decir verdad, era un maestro concienzudo; siempre tenía en mente esa máxima de oro que dice así: «La letra con sangre entra»10. Desde luego, no mimaba mucho a sus alumnos el viejo Ichabod Crane...
No quisiera que se le tuviese, sin embargo, por uno de esos maestros crueles y prepotentes que disfrutan haciendo sufrir y denigrando a sus discípulos; por el contrario, administraba justicia con claro discernimiento entre el bien y el mal, más que con severidad; exoneraba de peso las espaldas del más débil para hacerlo recaer en el más fuerte; castigaba con indulgencia al que se estremecía con los golpes de su vara, pero brillaba clamorosamente la llama de la justicia cuando sacudía sin contemplaciones a un muchacho holandés cabezota y terco, a un pilluelo que, aun soportando el castigo, se le volviera contumaz y altivo, gruñón y despectivo ante cada golpe de su vara. Era lo que él decía «cumplimiento de mi deber» encargado por los padres de sus alumnos; cabe señalar, además, que nunca infligió castigo alguno a cualquiera de los muchachos sin antes asegurarle, para dar el necesario consuelo al insolente, que lo hacía por su bien, añadiendo: «Me estarás por ello agradecido de por vida».
Cuando acababan las clases, empero, era siempre el mejor compañero de juegos de los niños; las tardes de los días festivos acompañaba a los más pequeños hasta sus casas, muy especialmente a los que tenían alguna hermana mayor hermosa, o por madre a una buena ama de casa famosa en el vecindario por su excelente despensa. Por eso, sobre todo, hacía cuanto estaba en su mano para ser querido y apreciado por sus pupilos. Lo que cobraba en la escuela era poco, apenas le llegaba para comprarse el pan de cada día, y ha de hacerse notar que era hombre muy comilón y con unas tragaderas capaces de dilatarse como una anaconda, por lo que, a fin de vivir cual es debido, y siguiendo la costumbre de entonces para con los maestros, se alojaba y comía en las granjas de los padres de sus alumnos. Vivía una semana en cada granja; iba de granja en granja, pues, con sus escasas pertenencias mundanas metidas en un pañuelo de algodón.
Aquello, empero, no debía de resultarles en exceso gravoso a sus rústicos patrones, quienes de común consideran una carga excesiva alimentar a cualquier maestro y todo un derroche mantener una escuela, por lo que procuraba hacerse grato y útil a quienes le daban comida y techo. Así, y como no era cosa de exagerar, ayudaba a los labriegos en sus tareas más sencillas, apilaba el heno, reparaba una valla, iba a la pradera a buscar el ganado que pastaba, cortaba leña cuando comenzaba a dejarse sentir el frío del invierno... No se mostraba entonces, en fin, con la dignidad arrogante de que hacía gala en la escuela, su pequeño imperio, y se comportaba no ya educado y cortés, sino decididamente obsequioso; era la admiración de las madres por el cariño con que trataba entonces a sus hijos, sobre todo a los más chicos, y como el león que acaricia con sus garras al cordero que se va a comer, ponía en sus rodillas a cualquiera de los pequeños mientras con el pie de la otra pierna mecía la cuna de otro aún más chico durante horas.
Además de vocación semejante, hacía demostración de otras no menos reseñables; era el maestro de canto del pueblo y buenas y muy relucientes monedas le caían por enseñar a entonar debidamente los salmos a los jóvenes vecinos. No hay ni que decir cuánto se pavoneaba y gozaba los domingos en la iglesia, con su coro compuesto por cantores bien seleccionados, allí, en lugar preeminente, robando protagonismo, lo sabía bien el maestro, al viejo pastor oficiante. Es verdad que su voz, al cantar, se dejaba sentir por encima del susurro de las oraciones; todavía hoy se oyen en la iglesia los domingos por la mañana, durante la celebración de los oficios, unos trinos que, dicen los lugareños, son los legítimos descendientes de la nariz de Ichabod Crane, trinos que pueden escucharse hasta más allá de una milla, a través del aire, por donde está la alberca... Así, pillando por aquí, trampeando por allá, como se dice vulgarmente11 de un modo u otro hacía más llevadera su vida el modesto pedagogo, incluso medianamente regalada, aunque eran no pocos, esos que en nada aprecian el trabajo intelectual, los que creían que llevaba una vida muy fácil, maravillosamente apacible, a cambio de nada, de ningún esfuerzo.
Un maestro de escuela es por lo general un hombre, sin embargo, tenido por importante en el círculo femenino de las comunidades rurales. Se le tiene por una especie de ídolo, por un caballero tan ocioso como culto, superior, por ello, a los hombres gárrulos que componen el elemento masculino de los pueblos; acaso únicamente se le considere inferior en saberes con respecto al pastor de la iglesia... Su presencia, así las cosas, causa siempre cierta expectativa cuando está a la mesa en cualquier casa, dispuesto a dar buena cuenta de lo que va a servirse; es su presencia, nada más, lo que hace que las buenas amas de casa se afanen especialmente en preparar platillos exquisitos y dulces suculentos en abundancia; algunas hasta aprovechan la ocasión para sacar a relucir sus juegos de té de plata... Nuestro hombre de letras, en suma, estaba particularmente feliz entre las damas sonrientes del pueblo y aledaños. Era digno de verse cuánto gozaba de su compañía, cómo se lucía ante ellas en el jardín de la iglesia y en el camposanto próximo los domingos, una vez concluido el oficio, descifrándoles las crípticas inscripciones de las tumbas, ofreciéndoles racimos de uvas silvestres de los árboles del jardín, paseando con toda aquella grey femenina por las márgenes de la presa del molino... Ni que decir tiene que los gárrulos hombres del lugar, tan menoscabados como envidiosos, ni se atrevían a intervenir; se limitaban a mirarle desde lejos, envidiosos de su sabiduría y superior elegancia.
De aquella su vida en cierto modo errabunda, le venía además otra condición, la de ser una especie de gacetilla rodante, pues llevaba de casa en casa noticias, rumores y chismorreos en general de toda la comarca; eso, por supuesto, hacía que su presencia fuera acogida con especial interés, sobre todo por parte de las mujeres de las casas, quienes además gozaban especialmente de su erudición por cuanto tenía hechas una cuantas y al parecer buenas lecturas, tales como la de la obra de Cotton Mather12 Historia de la brujería en Nueva Inglaterra, un asunto, el de la brujería, en el que, dicho sea de paso, creía firme y fervorosamente el maestro.
Era, en efecto, un hombre a la vez sagaz y crédulo, incluso simplón en estos aspectos... Su apetencia de saberes acerca de lo maravilloso, su afán de conocer cosas acerca de lo sobrenatural, eran tan extraordinarios como su capacidad de digerir cuanto de todo ello tenía noticia, algo que se hizo más fuerte en él tras un cierto tiempo de estancia en Sleepy Hollow. Ni la narración terrorífica más infame o monstruosa le revolvía las tripas o le parecía increíble. Cuando cerraba su escuela a la caída de la tarde, solía ir a tumbarse plácidamente sobre los tréboles arracimados que le ofrecían un dulce lecho a la orilla del arroyo y allí se daba a la lectura de las truculentas historietas narradas por el viejo Mather, hasta que la oscuridad hacía que las líneas de las páginas aparecieran borrosas ante sus ojos. Era entonces cuando, de camino a la granja en la que se hospedara por aquellos días, evitando tierras de légamo y atravesando bosques tan frondosos como oscuros, su imaginación, con cada crujido de una rama, con cada rumor de hojas o de plantas silvestres, se impresionaba sin duda por lo que había leído antes, llenándose el maestro de un pavoroso escalofrío tan fuerte como constante. El graznido de un ave nocturna, el croar de una rana, el canto hiriente de una lechuza, un aleteo de pájaros asustados ante sus pisadas, lo estremecían; se asustaba incluso de las luciérnagas, que tanto brillan en la oscuridad y que tan a menudo le salían al paso; y si una cucaracha voladora se estrellaba contra su cabeza, creía estar poseído al momento por un maleficio fatal. Así, no era capaz de hallar paz más que entonando alguno de los salmos, lo que además le ayudaba a evitar tan turbadores pensamientos, pero con ello no hacía sino llevar el pánico a las pobres gentes de Sleepy Hollow, que en mitad de aquella hora crepuscular, sentadas a las puertas de sus casas, al escuchar aquella su voz gritona y nasal «en lazos de dulzura perdurable»13, se horrorizaban ante eso que les llegaba desde más allá del camino polvoriento que tenían ante sí.
Otra de las fuentes de su gozo, gozo acaso un tanto doloroso, era el que le procuraba la compañía de aquellas mujeres holandesas en las noches de invierno, ante el hogar de cualquier casa, las cuales relataban historias de demonios y aparecidos mientras cosían y se asaban las manzanas al fuego, o historias de bosques y de ríos encantados, o de caminos y hasta de casas hechizados... Mas, por sobre todas, la historia que lo dejaba sobrecogido era la del jinete decapitado, la de aquel soldado sin cabeza que galopaba de noche por el valle... En justa correspondencia, él les refería casos de brujería, augurios terribles, apariciones portentosas, extraños sonidos que llevaba el aire, con sus respectivas significaciones; cosas que, según la tradición, habían acontecido en tiempos en Connecticut; y disfrutaba entonces asustando a las crédulas mujeres con sus especulaciones acerca de cometas y estrellas fugaces que trazaban círculos en el cielo, lo que según su decir suponía la llegada de cambios terribles para el mundo, por no hablar de las cabriolas que según él hacía nuestra propia tierra en sus rotaciones, obligándolas a estar más de media vida cabeza abajo...
Aquel placer, sin embargo, se trocaba en terror cuando quienes participaban en esas reuniones junto al fuego del hogar salían de la acogedora estancia. Figuras esquivas, de presencia inexplicable; sombras por los senderos, amenazantes como una presencia real; nieve que brillaba como una sepultura marmórea, entre más sombras; haces de luz a lo lejos, vibrantes, en una ventana; un arbusto nevado que, cual una fantasmagoría, aparece de pronto en el camino; pisadas lentas, temibles, sobre la tierra... ¡Cuántas veces estuvo a punto de morir de angustia el maestro cuando creyó oír en el soplo del viento entre los árboles el paso de un jinete sin cabeza que cabalgaba por el bosque!
No eran, sin embargo, más que los lógicos terrores nocturnos, los propios de cuando uno regresa de noche a su casa a través de las sombras; no eran, pues, otra cosa que los fantasmas de la mente; aunque estaba seguro de avistar espectros, incluso al mismísimo Satán en cualquiera de sus formas, siempre la luz del día ponía fin a sus demoníacos terrores...
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