Acabé por declararle que no pensaba nada de ello y que Hamilton no merecía siquiera el honor de un pensamiento. Lo que un repugnante holgazán -«Sí, eso es lo que es», me interrumpió el capitán Giles…- piense o diga, no debe preocupar a las personas decentes, y yo estaba absolutamente decidido a no prestar la menor atención a semejante cosa.
Esta actitud me parecía tan sencilla y natural que me sorprendí al ver que el capitán Giles no daba ninguna señal de asentimiento. Una estupidez tan perfecta casi resultaba interesante.
–¿Qué quería, pues, que hiciese? – le pregunté, riendo-. No seré yo quien vaya a buscarle querella por la opinión que de mí tenga. He oído muy bien la manera desdeñosa con que se refiere a mí. Pero nunca me ha manifestado su desprecio abiertamente; jamás lo ha expresado ante mí. Hace un momento no sospechaba que podíamos oírlo. Lo único que lograría con otra actitud sería ponerme en ridículo.
El obstinado capitán Giles continuaba fumando tristemente su pipa. De pronto, se le iluminó el rostro y exclamó:
–No me ha comprendido usted.
–¿De veras? Me alegra saberlo -dije.
Con mayor animación aún, me repitió que no le había comprendido. Ni tanto así. Y con tono de creciente complacencia en sí mismo me aseguró que a él no se le escapaba nada, o casi nada, que reflexionaba mucho y que su experiencia de la vida y de los hombres lo conducía, en general, a una apreciación exacta de las cosas.
Esa manera de hacer su propio panegírico cuadraba perfectamente con la laboriosa inanidad de la conversación, todo lo cual fortalecía en mí aquella vaga sensación de que la vida no era más que una sucesión de días malgastados, sensación que, casi inconscientemente, me había hecho abandonar un buen puesto y camaradas a los que apreciaba para escapar de la amenaza de semejante vacío… y, todo, para caer, al primer paso, en aquella inanidad. Tenía ante mí un hombre cuyo carácter y capacidades elogiaban todos, y descubría en él un absurdo y triste charlatán. Y, sin duda, lo mismo acontecía en todas partes, del este al oeste, de arriba abajo de la escala social…
Me sentía presa de un gran desaliento, de una especie de embotamiento moral. La voz de Giles seguía sonando complaciente, como la voz de la hueca y universal vanidad, y ello sin que me produjera ya la menor irritación. No había nada nuevo, original, revelador que esperar de este mundo, ninguna sabiduría que adquirir, ningún placer que gustar. Todo era estúpido y artificial, como el mismo capitán Giles. Y eso era todo.
El nombre de Hamilton hirió de pronto mi oído, sacándome de mis abstracciones.
–Creía que ya habíamos terminado con él -dije con marcado disgusto.
–Sí, pero dado lo que acabamos de oír, creo que debería usted hacerlo.
–¿Qué es lo que debería hacer? – pregunté, enderezándome, estupefacto-. ¿Hacer el qué?
El capitán Giles me contempló muy sorprendido.
–Pues… que debe usted hacer lo que le aconsejé que intentase: ir a preguntar al administrador lo que contenía esa carta de la Oficina del Puerto. Pregúnteselo sin darle tiempo a meditar. Por un instante quedé desconcertado. Verdaderamente, aquello era lo bastante inesperado y original para resultar perfectamente incomprensible. Idiotizado, murmuré:
–Pero si yo pensaba que era Hamilton a quien usted…
–Exactamente. No le deje usted hacer. Haga lo que le digo. Acometa al administrador. Apuesto que lo hará saltar -insistió el capitán Giles, agitando su pipa hacia mí. Enseguida aspiró rápidamente tres bocanadas.
Su expresión de triunfante perspicacia era indescriptible. Sin embargo, aquel hombre continuaba siendo una criatura extrañamente simpática. Todo él irradiaba benevolencia, de una forma ridícula, plácida, impresionante. De todos modos, era exasperante.
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