Insultante para mi inteligencia, por lo menos.
En esa región crepuscular que separa la juventud de la madurez en que yo me encontraba entonces, se es particularmente sensible a este
género de insulto. En realidad, temo haberme mostrado demasiado violento para con el administrador, pero éste no era hombre capaz de afrontar cosas ni gentes. Tal vez el uso de los estupefacientes, tal vez la embriaguez solitaria…,. y, cuando perdí los estribos hasta el punto de injuriarlo, se turbó y comenzó a gritar.
No quiero decir con esto que lanzase un gran grito. Fue una confesión cínica, hecha a voz en cuello, y, sin embargo, tímida, lastimosamente tímida. Sus palabras no eran muy coherentes, pero sí lo suficiente para quedarse, en un principio, con la boca abierta. La indignación me hizo apartar la mirada de él, y entonces vi en la entrada de la galería al capitán Giles, que contemplaba tranquilamente la escena: su propia obra, por así decirlo. Su pipa, negra y humeante, cogida en su grueso puño paternal, atraía la mirada, lo mismo que el brillo de la gruesa cadena de oro que cruzaba su chaqueta blanca. Toda su persona exhalaba un aire de tan virtuosa sagacidad que cualquier inocente habría recurrido a él con toda confianza. Y yo recurrí.
–¡Quién se lo habría podido figurar! – le grité-. Era un aviso pidiendo un capitán para un navío. Según parece hay un mando vacante, y a este individuo no se le ocurre otra cosa que guardárselo en el bolsillo.
El intendente lanzaba gemidos desesperados:
–¡Usted será la causa de mi muerte!
La vigorosa palmada que aplicó al mismo tiempo a su mísera frente no fue menos ruidosa. Pero, cuando me volví para verle, había desaparecido. Se había eclipsado no sé por dónde. Esa súbita desaparición me hizo reír.
A mi entender, aquella fuga ponía fin al incidente. El capitán Giles, en cambio, sin dejar de mirar fijamente hacia el lugar por donde había desaparecido el administrador, comenzó a tirar de su imponente cadena de oro, hasta que al fin salió el reloj de un profundo bolsillo, como sale una palpable verdad del fondo de un pozo. Con ademán solemne, volvió a meter el reloj en su bolsillo, contentándose con decir
–Las tres en punto. Si se apresura usted, llegará a tiempo.
–¿A tiempo de qué? – pregunté.
–Pues, hombre, a la Oficina del Puerto. Es necesario saber de qué se trata.
Hablando en puridad, el capitán tenía razón. Pero jamás me han gustado mucho las investigaciones para desenmascarar a las gentes, y otras cosas de ese estilo, moralmente muy meritorias, sin duda. Ese episodio sólo se me presentaba desde un punto de vista puramente moral. Si alguien había de causar la muerte del administrador, no veía yo por qué no había de ser el propio capitán Giles, hombre de edad y de importancia y pensionista habitual del Hogar. En tanto que yo, en comparación, me hacía el efecto de ser en aquel puerto una simple ave de paso. Y, en efecto, ya en aquel instante habría podido decirse que había roto los lazos que me ligaban a él. Murmuré, pues, que no pensaba…, que aquello no me concernía en nada…
–¡En nada! – repitió el capitán Giles, dando muestras de una indignación tranquila y resuelta-. Ya Kent me había advertido de que era usted un muchacho singular. Y ahora me dice usted que no le interesa la capitanía de un barco… ¡Eso, después de todo el trabajo que me he tomado!
–¡El trabajo! – murmuré, sin comprender-. ¿Qué trabajo?
Todo lo que yo recordaba era el haber sido mixtificado y penosamente importunado por su conversación durante una hora larga. ¡Y a eso llamaba tomarse mucho trabajo!
Giles me miraba con un aire de satisfacción que habría resultado insoportable en cualquier otro. Repentinamente, como si al volver la página de un libro descubriese la palabra que explicara todo lo anterior, comprendí que aquel asunto tenía también otro aspecto aparte del simplemente moral.
Entretanto, yo continuaba inmóvil.
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