Yo, por mi parte, me sentí muy confuso.

–¿Era para mí? Ni siquiera lo sospechaba -balbucí.

R. meneó la cabeza largo rato.

–Sí, y la última persona por quien se ha hecho tanto como por usted era un duque. Sí, señor. Probablemente esperaba verme caer desmayado, pero yo tenía demasiada prisa para entregarme a excesos emocionales. Mis sentimientos se hallaban arrastrados por un torbellino tal, que esa estupefaciente revelación no pareció introducir en ellos cambio alguno, limitándose a caer en mi cerebro en ebullición y yendo conmigo a la deriva, después de que me hube despedido de R., breve pero efusivamente.

El favor de los poderosos pone una aureola en torno del afortunado objeto de su elección. Aquel excelente hombre me preguntó si podía serme útil. Sólo me conocía de vista y sabía muy bien que nunca volvería a verme. Como todos los marinos del puerto, yo sólo era un pretexto para escrituras oficiales, para fórmulas llenadas con toda la artificial superioridad que un hombre de pluma y tinta conserva sobre aquellos que tienen que luchar con realidades, fuera de los muros sacrosantos de un edificio oficial.

¡Qué fantasmas debíamos de ser nosotros para él! Simples símbolos, con los cuales se jugaba en los libros y en los pesados registros: entidades sin cerebro, sin músculos, sin inquietudes, casi sin utilidad, y, desde luego, de una clase muy inferior.

Y he aquí que ese hombre, después de sus horas de oficina, me preguntaba si podía serme útil en algo.

A decir verdad, habría debido sentirme conmovido hasta las lágrimas, pero ni siquiera se me ocurrió pensarlo. Aquello no era sino un milagro más en tan milagrosa jornada. Me separé de él como si también él hubiese sido un simple símbolo. Floté hasta el pie de la escalera. Salí flotando por la imponente puerta oficial. Y flotando seguí mi camino.

Empleo esta palabra, prefiriéndola al término «volar», porque tengo la clarísima impresión de que, por muy exaltado que me hallase por los transportes de mi juventud, no por ello mis movimientos eran menos deliberados. A toda aquella abigarrada humanidad, blanca, negra y amarilla, que se ocupaba de sus asuntos, debí hacerle el efecto de un hombre que anda con relativo sosiego. Ninguna abstracción habría podido igualar mi total desapego de las formas y colores de este mundo. En cierto modo, era absoluto.

Y, sin embargo, de repente, reconocí a Hamilton. Lo reconocí sin esfuerzo, sin sobresalto, sin sorpresa. Sí, era él, dirigiéndose tranquilamente hacia la Oficina del Puerto, con toda su rígida y arrogante dignidad. Su rostro rubicundo lo delataba de lejos. Parecía llamear desde la otra acera, desde la parte en sombra de la calle.

También él me había visto. No sé qué impulso inconsciente exuberancia, sin duda-, me hizo agitar la mano en un saludo claramente dirigido a él. Esa falta de tacto se me escapó aun antes de haberme creído capaz de cometerla. La enormidad de mi descaro lo hizo detenerse en seco, como herido por una bala. A decir verdad, hasta creo que tropezó, aunque sin caer por ello; al menos, no me di cuenta de lo contrario. En un momento, lo dejé atrás, y ya no volví la cabeza. Había olvidado su existencia.

Los diez minutos que siguieron, lo mismo habrían podido ser diez segundos que diez siglos, a juzgar por la falta de conciencia que tuve de ellos. Los transeúntes podrían haber caído muertos en torno a mí, desplomarse las casas, tronar los cañones, sin que me percatase de nada. Iba pensando: «¡Caramba! ¡Ya lo tengo!» Es decir, el mando. Y logrado de una manera que nunca, en mis modestos ensueños, había previsto.

Comprendí que mi imaginación sólo había seguido hasta entonces rumbos convencionales y que mis esperanzas siempre habían estado demasiado apegadas a la tierra. Yo había considerado el mando de capitán como el resultado de una lenta promoción al servicio de una compañía respetable, la recompensa de largos y leales servicios.