Algunos miembros del círculo que no tienen relaciones y cuyo único placer es votar con bolas negras a los que no les invitan hicieron campaña contra el duque de Guermantes, que, seguro de su elección y bastante negligente en cuanto a aquella presidencia, que era relativamente poca cosa para su posición mundana, no se ocupó de nada. Se hizo valer que la duquesa era dreyfusista (el asunto Dreyfus había terminado hacía ya tiempo, pero transcurridos veinte años se hablaba todavía de él, y sólo habían pasado dos), que recibía a los Rothschild, que favorecía demasiado desde hacía algún tiempo a grandes potentados internacionales, como el duque de Guermantes, medio alemán. La campaña encontró un terreno muy favorable, pues los clubs están siempre celosos de las gentes muy destacadas y detestan a las grandes fortunas. La de Chaussepierre no era pequeña, pero no podía deslumbrar a nadie: no gastaba un céntimo, el piso del matrimonio era modesto, la mujer iba vestida de lana negra. Loca por la música, daba muchas pequeñas fiestas en las que había muchas más cantantes que en casa de los Guermantes. Pero nadie hablaba de aquello, no había refrescos, y ni siquiera estaba presente el marido, en la oscuridad de la Rue de la Chaise. En la ópera, madame de Chaussepierre pasaba inadvertida, siempre con gentes cuyo nombre evocaba el medio más «ultra» de la intimidad de Carlos X, pero eran gentes sin ningún relieve, poco mundanas. El día de la elección, con sorpresa general, la oscuridad triunfó sobre el deslumbramiento: Chaussepierre, segundo vicepresidente, fue nombrado presidente del jockey, y el duque de Guermantes se quedó en la calle, es decir, de primer vicepresidente. Claro que ser presidente del jockey no representa gran cosa para príncipes de primera categoría como eran los Guermantes. Pero no serlo cuando corresponde, ser preterido a un Chaussepierre, a cuya mujer no sólo no le devolvía Oriana el saludo dos años antes, sino que llegaba hasta mostrarse ofendida de que la saludara aquella desconocida, era duro para el duque. Quería aparentar que estaba por encima de aquel fracaso, asegurando, además, que se lo debía a su vieja amistad con Swann. Pero en realidad estaba furibundo. Un detalle curioso: nunca se había oído al duque de Guermantes la expresión bastante trivial bel et bien, pero desde la elección del jockey, desde que se hablaba del asunto Dreyfus, surgía bel et bien: «asunto Dreyfus, asunto Dreyfus, se dice pronto y el término es impropio; no es un asunto de religión, es bel et bien4 un asunto político». Podían pasar cinco años sin que se oyera bel et bien si durante ese tiempo no se hablaba del asunto Dreyfus, pero si pasados esos cinco años volvía el nombre de Dreyfus, en seguida surgía automáticamente el bel et bien. Por lo demás, el duque ya no podía soportar que se hablara de ese asunto «que tantos males ha causado», decía, aunque en realidad él no era sensible más que a uno, a su fracaso en la presidencia del jockey.
4 La traducción de bel et bien parece ser aquí, exactamente, ni más ni menos. (N. de la T.)
Por eso, la tarde a que me refiero, en la que recordé a madame de Guermantes el vestido rojo que llevaba en la fiesta de su prima, monsieur de Bréauté fue bastante mal recibido cuando, queriendo decir algo, por una asociación de ideas que permaneció oscura y que él no desveló, comenzó moviendo la lengua en la punta de su boca de culo de pollo:
–A propósito del asunto Dreyfus… -¿por qué el asunto Dreyfus?: se trataba solamente de un vestido rojo y ciertamente el pobre Bréauté, que no pensaba nunca más que en decir cosas agradables,. no ponía en ello ninguna malicia, pero el nombre de Dreyfus le hizo fruncir el jupiterino entrecejo al duque de Guermantes-, me han contado un chiste bastante bonito, muy fino desde luego, de nuestro amigo Cartier -advertimos al lector que el tal Cartier, hermano de madame de Villefranche, no tenía la menor relación con el joyero del mismo nombre-, lo que no me extraña nada, pues tiene ingenio para dar y vender.
–¡Ah! – interrumpió Oriana-, no seré yo quien lo compre. No puedo decirles lo que su Cartier me ha cargado siempre, y no puedo comprender el grandísimo encanto que Carlos de la Trémoïlle y su mujer le encuentran a ese pelma con el que me encuentro en su casa cada vez que voy.
–Mi erida duesa -contestó Bréauté, que pronunciaba difícilmente la q-, es usted muy severa con Cartier. Desde luego está demasiado metido en casa de los La Trémoïlle, pero al fin y al cabo es para Arlos una especie de, cómo diré, una especie de fiel Achate, lo que ha llegado a ser un pájaro bastante raro en los tiempos que corren. En todo caso, les diré el chiste que me han contado. Parece ser que Cartier dijo que si Zola había buscado que le procesaran y le condenaran, era por experimentar una sensación que aún no conocía, la de estar en la cárcel.
–Por eso huyó antes que lo detuvieran -interrumpió Oriana-. Eso no tiene pies ni cabeza. Además, aunque fuera verosímil, me parece francamente idiota. ¡Si a eso le llama usted ingenioso!
–Pero, mi erida Oriana -replicó Bréauté, que al ver que le contradecían comenzaba a echarse atrás-, esas palabras no son mías, no hago más que repetirlas tal como me las dijeron, así que tómelas por lo que valen. En todo caso, han dado lugar a que monsieur Cartier recibiera un buen sofión de ese excelente La Trémoïlle, que con mucha razón no quiere nunca que se hable en su salón de lo que llamaré, ¿cómo decirlo?, los asuntos en discusión y que aquel día estaba más contrariado aún por la presencia de madame Alfonso Rothschild. Cartier tuvo que aguantar una buena reprimenda de La Trémoïlle.
–Naturalmente -intervino el duque de muy mal humor-, los Alfonso Rothschild, aunque tienen el tacto de no hablar nunca de ese abominable asunto, son dreyfusistas en el fondo del alma, como todos los judíos. Éste es un argumento ad hominem -el duque empleaba la expresión ad hominem un poco al buen tun tun- que no se pone bastante de relieve para demostrar la mala fe de los judíos. Si un francés roba o asesina, yo no me creo en el deber, porque sea francés como yo, de considerarle inocente. Pero los judíos no admitirán jamás que uno de sus conciudadanos sea un traidor, aunque lo sepan perfectamente, y les importan un bledo las catastróficas repercusiones -el duque pensaba, por supuesto, en la maldita elección de Chaussepierre- que ese crimen de uno de los suyos puede provocar hasta… En fin, Oriana, no dirás que no es gravísimo para los judíos el hecho de que todos ellos sostengan a un traidor.
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