En cambio, estoy seguro de que en mi agonía, cuando hayan muerto ya todos mis otros «yos», si sale un rayo de sol mientras yo lanzo el último suspiro, el personajillo barométrico se sentirá tan a gusto y se quitará la capucha para cantar: «¡Ah, por fin hace bueno!»

Llamaba a Francisca. Abría Le Figaro. Buscaba y comprobaba que no venía en él un artículo, o supuesto artículo, que había mandado a este periódico y que no era más que la página recientemente encontrada y un poco arreglada que había escrito tiempo atrás en el coche del doctor Percepied mirando los campanarios de Martinville. Después leía la carta de mamá. Le parecía raro, chocante, que una muchacha viviera sola conmigo. El primer día, al salir de Balbec, cuando me vio tan triste, tal vez mi madre, preocupada por dejarme solo, estaba contenta de saber que Albertina iba con nosotros y de ver que con nuestros equipajes (los equipajes junto a los cuales había pasado yo la noche llorando en el hotel Balbec) habían cargado en el trenecillo los baúles de Albertina, estrechos y negros como ataúdes y que yo no sabía si llevarían a la casa la vida o la muerte. Pero con aquella alegría de llevarme a Albertina en la radiante mañana después del miedo de permanecer en Balbec, ni siquiera me lo había preguntado. Pero si al principio mi madre no se había mostrado hostil a aquel proyecto (hablando amablemente a mi amiga como una madre cuyo hijo acaba de ser gravemente herido y que está agradecida a la joven amante que le cuida con abnegación), sí lo fue una vez realizado por completo y al prolongarse la estancia de la muchacha en nuestra casa y estando ausente de ella mis padres. Pero no puedo decir que mi madre me manifestó nunca esta hostilidad. Como en otro tiempo cuando ya no se atrevía a reprocharme mi nerviosismo, mi pereza, ahora sentía escrúpulos escrúpulos que, en el momento, quizá no adiviné, o no quise adivinar- de formular algunas reservas sobre la muchacha con la que le había dicho que me iba a casar, por miedo a ensombrecer mi vida, a que fuera más tarde menos cariñoso con mi mujer, acaso a sembrar en mí, para cuando ella ya no existiera, el remordimiento de haberla apenado casándome con Albertina. Mamá prefería aparentar que aprobaba aquella elección porque tenía el sentimiento de que no podría hacerme desistir de ella. Pero todos los que la vieron en aquella época me han dicho que, aparte el dolor de haber perdido a su madre, se le notaba una perpetua preocupación. Aquella contención de espíritu, aquella discusión interior, le producían a mamá un gran calor en las sienes, y abría continuamente las ventanas para refrescarse. Pero no llegaba a tomar una decisión, por miedo a «influir en mí» en un mal sentido y destruir lo que ella creía mi felicidad. Ni siquiera podía decidirse a impedir que Albertina estuviera temporalmente en nuestra casa. No quería mostrarse más severa que madame Bontemps, que era a quien concernía principalmente aquello, y a la que no le parecía mal, lo que sorprendía mucho a mi madre. En todo caso lamentaba haber tenido que dejarnos solos y marcharse precisamente en aquel momento a Combray, donde quizá tuviera que quedarse (y de hecho se quedó) muchos meses, mientras mi tía abuela la necesitara noche y día. En Combray todo le resultó fácil gracias a la bondad, a la generosidad de Legrandin, que, sin retroceder ante ninguna molestia, fue aplazando de semana en semana su regreso a París, y eso que no conocía mucho a mi tía, simplemente porque había sido amiga de su madre y además porque se dio cuenta de que la enferma desahuciada reclamaba sus cuidados y no podía pasar sin él. El snobismo es una enfermedad grave del alma, pero localizada y que no afecta a toda ella. Pero yo, al contrario de mamá, estaba muy contento de su marcha a Combray, porque (como no podía decir a Albertina que la ocultara) hubiera temido que descubriera su amistad con mademoiselle Vinteuil. Habría sido para mi madre un obstáculo insuperable no sólo para una boda de la que me había pedido que no hablara todavía definitivamente a mi amiga y cuya idea me era cada vez más intolerable, sino para que Albertina pasara algún tiempo en la casa. Excepto una razón tan grave y que ella no conocía, mamá, por el doble efecto de la imitación edificante y liberadora de mi abuela, admiradora de George Sand y que ponía la virtud en la nobleza del corazón y, por otra parte, de mi propia influencia corruptora, ahora era indulgente con unas mujeres cuya conducta habría reprobado severamente antes, e incluso hoy si se tratara de sus amigas burguesas de París o de Combray, pero que, según yo le decía, tenían un alma grande, y les perdonaba mucho porque me querían.

De todos modos, y aun dejando aparte la cuestión de conveniencia, creo que Albertina no se hubiera entendido con mamá, que conservaba de Combray, de mi tía Leontina, de todas sus parientas, unos hábitos de orden de los que mi amiga no tenía ni idea. No cerraría una puerta, y, en cambio, cuando una puerta estaba abierta, entraba tan despreocupada como lo haría un perro o un gato. De suerte que su encanto, un poco incómodo, era estar en la casa, más que como una muchacha, como un animal doméstico que entra en una habitación, que sale, que se encuentra donde menos se espera y que -y esto era para mí un profundo descanso- venía a tenderse en mi cama junto a mí, a hacerse en ella un sitio del que ya no se movía, sin molestar como molestaría una persona. Pero acabó por adaptarse a mis horas de sueño, no sólo a no intentar entrar en mi cuarto, sino a no hacer ruido hasta que yo llamara. Fue Francisca quien le impuso estas reglas. Francisca era de esas domésticas de Combray que saben el valor de su amo y que lo menos que pueden hacer es exigir que les den todo lo que ellas creen que se le debe. Cuando un visitante forastero le daba a Francisca una propina para repartir con la pincha de cocina, apenas el donante había entregado su moneda, Francisca, con una rapidez, una discreción y una energía ejemplares, iba a dar la lección a la pincha, que acudía a dar las gracias no con medias palabras, sino francamente, claro y alto, como Francisca le había dicho que había que hacerlo. El cura de Combray no era un genio, pero también sabía lo que había que saber. Bajo su dirección, se había convertido al catolicismo la hija de unos primos protestantes de madame Sazerat, y la familia se portó perfectamente con él.