Los dos inútiles los miraban desde la puerta.
Sloper apoyó una mano en el hombro del otro.
—Jacques Baptiste, ¿has oído hablar alguna vez de los gatos de Kilkenny?
El mestizo negó con la cabeza.
—Bueno, mi buen amigo y camarada, los gatos de Kilkenny lucharon hasta que no quedó ni pellejo ni pelo ni maullido. ¿Entiendes? Hasta que no quedó nada. Muy bien. Ahora a estos dos no les gusta trabajar. No trabajarán. Lo sabemos. Estarán solos en la cabaña todo el invierno, un largo y oscuro invierno. Gatos de Kilkenny, ¿eh?
El francés que Baptiste llevaba dentro se encogió de hombros, pero el indio guardó silencio. Sin embargo era un gesto elocuente, preñado de presagios.
Al principio las cosas marchaban bien en la pequeña cabaña. Las toscas burlas de sus compañeros habían hecho que Weatherbee y Cuthfert tomasen conciencia de la responsabilidad mutua que les incumbía. Además, después de todo, no había tanto trabajo que hacer para dos hombres sanos. Y la ausencia del cruel látigo, o en otras palabras, del arrollante mestizo, había producido una reacción jocosa. Al principio cada uno se esforzaba por superar al otro, y ejecutaban pequeñas tareas con una afectación que hubiera asombrado a sus compañeros, los cuales desgastaban ahora cuerpos y almas en el largo camino.
Se despreocuparon por completo. El bosque que los rodeaba por tres lados constituía una leñera inagotable. A unas yardas de su puerta dormía el Porcupine y un agujero hecho con su ropaje de invierno creaba una fuente de agua cristalina y dolorosamente fría. Pero pronto encontraron faltas hasta en eso. El agujero persistía en congelarse, lo que les hacía gastar muchas horas picando hielo. Los desconocidos constructores de la cabaña habían extendido los troncos laterales para sujetar un escondrijo en la parte trasera. Aquí se almacenaban la mayor parte de las provisiones. Sin restricciones, había comida para el triple de los hombres que iban a vivir de ella. La mayor cantidad era de la que daba fuerza muscular y resistencia, pero no estimulaba el paladar. Cierto, había azúcar abundante para dos hombres normales, pero estos dos eran poco menos que niños. Descubrieron pronto las virtudes del agua caliente saturada de azúcar y sumergían pródigamente las tortas y mojaban las cortezas en el rico y blanco almíbar. Luego vinieron las desastrosas incursiones al café, té y, especialmente, a los frutos secos. Las primeras discusiones fueron por la cuestión del azúcar. Y es algo realmente serio que empiecen a reñir dos hombres enteramente dependientes el uno del otro.
A Weatherbee le encantaba lanzar brillantes discursos políticos, mientras que Cuthfert, que se había pasado la vida cortando cupones y había dejado que la Mancomunidad siguiera lo mejor posible, ignoraba el tema o se enfrascaba en sorprendentes epigramas. El dependiente era demasiado obtuso para apreciar estos inteligentes pensamientos, y a Cuthfert le irritaba este despilfarro de munición. Estaba acostumbrado a ofuscar a la gente con su brillantez y le resultaba difícil aceptar esta pérdida de público. Se sentía personalmente ofendido e inconscientemente hacía responsable de ello al cabeza-cuadrada de su compañero.
Salvo su existencia, no tenían nada en común, no coincidían en un solo punto. Weatherbee era un empleado que no había conocido otra cosa en toda su vida; Cuthfert era licenciado en filosofía y letras, aficionado a la pintura y había escrito bastante.
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