El viejo se acercó a su silla. Parecía como si su único interés acerca del criptograma se limitara a la existencia de una copia.
–¿Sabe lo que podría ocurrir? – le preguntó a la señora Westerfield-. Que el único criptograma que me ha logrado interesar verdaderamente en los últimos diez años podría perderse, o alguien podría robármelo, o quemarse si hay un incendio en esta casa. Merecería usted un buen castigo por ser tan descuidada.
El viejo, finalmente, le dijo a la señora Westerfield cuáles eran sus deseos, pero hizo que pareciera un consejo:
–Más le valdría a usted hacerse una copia.
La señora Westerfield comprendió la importancia del consejo (expresado, por otra parte, de modo tan incivil). Su boda dependía de ese precioso pedazo de papel. Sí, se hallaba ante un hombre verdaderamente desagradable; de eso no cabía duda. Pero, al mismo tiempo, le pareció que podía confiar en él.
–¿Y tardará usted mucho en descubrir su significado? – preguntó ella, después de terminar la copia del criptograma.
Él puso la copia al lado del original, los comparó cuidadosamente, y después contestó:
–Pueden pasar días hasta que encuentre la clave. Así que, si no me da usted al menos una semana de plazo, ni lo voy a intentar.
Ella le pidió un plazo más corto. Él le devolvió los papeles, el original y la copia, con una mirada fría.
–Inténtelo con otro -le sugirió. Y seguidamente abrió de nuevo su libro. La señora Westerfield le dio, de mala gana, una semana de plazo, y a continuación volvió por segunda vez al tema de sus honorarios:
–¿Cuánto me va a costar?
–Se lo diré cuando haya terminado.
–¡No, no estoy de acuerdo! Primero tengo que saber la cantidad.
Él le volvió a devolver los papeles. La experiencia que tenía la señora Westerfield sobre le pobreza desde luego no incluía esta clase de libertades. Se quedó bastante sorprendida, pero volvió a dar su consentimiento. Él cogió el mensaje cifrado original, lo metió en un cajón de su escritorio y lo cerró bajo llave.
–Venga aquí dentro de ocho días, contando desde hoy -le dijo. Luego volvió a coger su libro.
–No es usted muy educado que digamos -le dijo ella al salir de la habitación.
–En cualquier caso -respondió él-, yo no interrumpo a la gente mientras está leyendo.
Pasó una semana.
Cuando la señora Westerfield fue a visitarle por segunda vez, seguía sentado a su mesa, seguía rodeado de sus libros, y seguía ignorando las atenciones que se deben ofrecer a una dama.
–¿Y bien?, ¿se ha ganado usted sus honorarios?
–He descubierto la clave.
–¿Cuál es? – exclamó ella-. Dígame qué dice básicamente. No puedo esperar a leerlo.
Él, sin inmutarse, continuó con lo que tenía que decirle.
–Pero hay algunas combinaciones menores que todavía tengo que descubrir para quedar del todo satisfecho. Quiero unos días más.
Ella se negó rotundamente a cumplir ese requerimiento:
–Escríbame lo más importante -le repitió-, y dígame qué le debo.
Él le devolvió el criptograma. Era la tercera vez que lo hacía.
Encontrar a una mujer capaz de guardar la debida compostura ante una provocación como esa es tan improbable como que un matemático sepa encontrar la cuadratura del círculo o que sea inventado el movimiento perpetuo.
Con una mirada furiosa, y una sola palabra, la señora Westerfield le expresó al filósofo cuál era su opinión acerca de él:
–¡Bruto! – pero el hombre no se alteró para nada.
–Yo -continuó el viejo-, si no puedo hacer bien mi trabajo, prefiero no empezarlo. Hoy es sábado día once. Podemos vernos, si a usted le parece bien, el próximo miércoles por la tarde.
La señora Westerfield se calmó un poco; al menos lo suficiente para poder repasar mentalmente los compromisos que tenía para la semana que empezaba. El jueves se iba a hacer efectiva la licencia de matrimonio, y podría celebrarse la boda. El viernes salía el tren expreso que llegaba a Liverpool justo a tiempo para que los pasajeros pudieran embarcar el sábado por la mañana en el vapor de Nueva York. Una vez hechos los cálculos, la señora Westerfield le preguntó, con huraña humildad:
–¿Le parece bien que venga el miércoles por la tarde?
–No. Déjeme su nombre y su dirección. Le enviaré el criptograma, descifrado, a las ocho.
La señora Westerfield dejó sobre la mesa una de sus tarjetas de visita, y se fue.
8. LOS DIAMANTES
La semana siguiente fue básicamente un semana de acontecimientos.
El lunes por la mañana, la señora Westerfield y su fiel James tuvieron su primera discusión. Ella se tomó la libertad de recordarle que había llegado el momento de acercarse hasta la iglesia para informarles de la boda, y de reservar plazas en el vapor para ella y para su hijo. James no le dio ninguna respuesta, sino que le preguntó si el experto estaba haciendo bien su trabajo.
–¿Ha descubierto ya tu viejecito dónde están los diamantes?
–Todavía no.
–En ese caso, esperaremos hasta que lo sepa.
–¿No crees en mi palabra? – preguntó enfadada la señora Westerfield.
James Bellbridge contestó lacónicamente:
–No.
La señora Westerfield se sintió insultada, y así se lo hizo saber; se puso de pie y le indicó dónde estaba la puerta.
–Puedes volver a América cuando te dé la gana -dijo, y ya veremos si eres capaz de encontrar tú solo el dinero que te hace falta.
Seguidamente, para demostrarle que estaba hablando en serio, se sacó el criptograma del escote del vestido y lo arrojó al fuego.
–El original está a salvo; me lo guarda mi viejecito -añadió-. Y ahora sal de esta habitación.
James se puso de pie con una docilidad sospechosa.
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