Cuando esa tarde llegó a casa, todavía no había tomado ninguna decisión.

También la esposa sentía que se encontraba en una situación crítica y, al igual que su marido, quería explotar los pocos recursos de que disponía. Si era lo suficientemente tonta como para permitir que James se dejara llevar por uno de aquellos impulsos tan propios de él, lo más probable era que ocurriera una de estas dos cosas: si estaba de mal humor, la tumbaría de un manotazo; si estaba de buen humor, la abandonaría. En cualquier caso, la única esperanza que le quedaba para protegerse era conquistar al esposo. Mientras él estaba fuera aquella tarde, ella se armó sabiamente de las más irresistibles tentaciones propias de su sexo. Cuando el marido llegó a casa, se la quedó mirando. Nunca la había visto tan bien vestida, tan hermosa. También era la primera vez que los magníficos ojos de ella lo miraban de esa manera. James, que en ese momento era un hombre herido, se rindió a unas emociones para las que no estaba preparado. Se quedó mirando fijamente a su esposa. Estaba sorprendido. Indefenso. Ese inestimable momento de debilidad era todo cuanto ansiaba la señora Bellbridge. James quedó verdaderamente encandilado; hasta el punto de que a la mañana siguiente pudo vérsele leyendo el periódico, y abrazando sentimentalmente a su esposa por la cintura.

En un acto de refinada crueldad, a Syd no le habían dicho ni una sola palabra acerca del terrible cambio que se avecinaba a su joven vida. La pobrecita había visto cómo su madre hacía los preparativos para el viaje, poniendo sus cosas dentro de unas maletas, y se dispuso a imitarla. Cogió sus pocos vestidos, más bien trapos de ropa zurcida y rasgada, y lo subió con la intención de meterlos en uno de los viejos baúles destrozados que había en la parte de la buhardilla donde ella solía jugar. Antes de que pudiera terminar de hacer su equipaje, la criada la fue a buscar para llevarla de nuevo a la sala de estar, tal como le habían mandado hacer. Cuando Syd llegó al salón, vio a una extraña dama sentada en el sofá como una reina. Roderick, su hermano pequeño, estaba escondido detrás de una silla, sin disimular para nada su desagrado ante la presencia de la dama. Syd miró tímidamente a su madre. Ella solamente le dijo:

–Ésta es tu tía.

No sería en nada exagerado afirmar que el aspecto físico de la señora Wigger le habría bajado los humos al mismísimo Lavater, el altivo autor de ese famoso libro sobre Fisonomía. Bajo una capa de grasa blanducha había desaparecido completamente cualquier rasgo expresivo que su cara hubiese podido tener en su juventud. Esa ausencia, añadida a unos espejuelos verdes, hacía que sus virtudes (o sus vicios) se mantuvieran en secreto. Hasta que abría la boca. Su voz lo decía todo acerca de su personalidad; y eso que nadie era capaz de entender una sola palabra. Pero no vayan ustedes a pensar equivocadamente que se trataba de una mujer de naturaleza enfermiza.

–¡Haz tu reverencia, hija! – dijo la señora Wigger. La naturaleza había moldeado su voz para que estuviera a la altura del terror que infundía su rostro. Si no hubiese sido porque llevaba faldas, habríase dicho que se trataba de la voz de un hombre.

La niña se puso a temblar, pero obedeció.

–Ahora vendrás conmigo -dijo la dueña del colegio-, y bajo mi techo y mis enseñanzas aprenderás a ser una mujer de provecho.

Syd parecía incapaz de entender el destino que la aguardaba. Se escudó detrás de su desalmada madre.

–Yo me voy contigo, mamá. Contigo y con Rick.

Su madre la cogió por los hombros y la empujó hasta donde estaba su tía. La pequeña miró a la formidable criatura femenina con voz de hombre y anteojos verdes.

–Tú tienes que venir conmigo -dijo la señora Wigger intentando animarla- y he venido a buscarte.

Al oír esas horribles palabras, Syd sintió que un temblor recorría su pequeño cuerpo.