Y tendía la mano, recorriendo con ella la otra mitad de la cama, apretándola algunas veces. Y era lo peor que, cuando recogiéndose se ponía a meditar en ella, no se le ocurrieran sino cosas de libro, cosas de amor de libro y no de cariño de vida, y le escocía que aquel robusto sentimiento, vida de su vida y aire de su espíritu, no se le cuajara más que en abstractas lucubraciones. El dolor se le espiritualizaba, vale decir que se intelectualizaba, y sólo cobraba carne, aunque fuera vaporosa, cuando entraba Gertrudis. Y de todo esto sacábale una de aquellas vocecitas frescas que piaba: «¡Papá!» Ya estaba, pues, allí, ella, la muerta inmortal. Y luego, la misma vocecita: «¡Mamá!» Y la de Gertrudis, gravemente dulce, respondía: « ¡Hijo!»
No, Rosa, su Rosa, no se había muerto, no era posible que se le hubiese muerto; la mujer estaba allí, tan viva como antes, y derramando vida en torno; la mujer no podía morir.
VIII
Gertrudis, que se había instalado en casa de su hermana desde que esta dio por última vez a luz y durante su enfermedad última, le dijo un día a su cuñado:
—Mira, voy a levantar mi casa.
El corazón de Ramiro se puso al galope.
—Sí —añadió ella—, tengo que venir a vivir con vosotros y a cuidar de los chicos. No se le puede, además, dejar aquí sola a esa buena pécora del ama.
—Dios te lo pague, Tula.
—Nada de Tula, ya te lo tengo dicho; para ti soy Gertrudis.
—¿Y qué más da?
—Yo lo sé.
—Mira, Gertrudis...
—Bueno, voy a ver qué hace el ama.
A la cual vigilaba sin descanso. No le dejaba dar el pecho al pequeñito delante del padre de este, y le regañaba por el poco recato y mucha desenvoltura con que se desabrochaba el seno.
—Si no hace falta que enseñes eso así; en el niño es en quien hay que ver si tienes o no leche abundante.
Ramiro sufría y Gertrudis le sentía sufrir.
—¡Pobre Rosa! —decía de continuo.
—Ahora los pobres son los niños y es en ellos en quienes hay que pensar..
—No basta, no. Apenas descanso. Sobre todo por las noches la soledad me pesa; las hay que las paso en vela.
—Sal después de cenar, como salías de casado últimamente, y no vuelvas a casa hasta que sientas sueño. Hay que acostarse con sueño.
—Pero es que siento un vacío...
—¿Vacío teniendo hijos?
—Pero ella es insustituible...
—Así lo creo... Aunque vosotros los hombres...
—No creí que la quería tanto...
—Así nos pasa de continuo. Así me pasó con mi tío y así me ha pasado con mi hermana, con tu Rosa. Hasta que ha muerto tampoco yo he sabido lo que la quería. Lo sé ahora en que cuido a sus hijos, a vuestros hijos. Y es que queremos a los muertos en los vivos...
—¿Y no, acaso, a los vivos en los muertos ...?
—No sutilicemos.
Y por las mañanas, luego de haberse levantado Ramiro, iba su cuñada a la alcoba y abría de par en par las hojas del balcón diciéndose: «Para que se vaya el olor a hombre.» Y evitaba luego encontrarse a solas con su cuñado, para lo cual llevaba siempre algún niño delante.
Sentada en la butaca en que solía sentarse la difunta, contemplaba los juegos de los pequeñuelos.
—Es que yo soy chico y tú no eres más que chica ——oyó que le decía un día, con su voz de trapo, Ramirín a su hermanita.
—Ramirín, Ramirín —le dijo la tía—, ¿qué es eso? ¿Ya empiezas a ser bruto, a ser hombre?
Un día llegó Ramiro, llamó a su cuñada y le dijo:
—He sorprendido tu secreto, Gertrudis.
—¿Qué secreto?
—Las relaciones que llevabas con Ricardo, mi primo. —Pues bien, sí es cierto; se empeñó, me hostigó, no me dejaba en paz, y acabó por darme lástima.
—Y tan oculto que lo teníais...
—¿Para qué declararlo?
—Y sé más.
—¿Qué es lo que sabes?
—Que le has despedido.
—También es cierto.
—Me ha enseñado él mismo tu carta.
—¿Cómo? No le creía capaz de eso. Bien he hecho en dejarle: ¡hombre al fin!
Ramiro, en efecto, había visto una carta de su cuñada a Ricardo, que decía así:
«Mi querido Ricardo: No sabes bien qué días tan malos estoy pasando desde que murió la pobre Rosa. Estos últimos han sido terribles y no he cesado de pedir a la Virgen Santísima y a su Hijo que me diesen fuerzas para ver claro en mi porvenir. No sabes bien con cuánta pena te lo digo, pero no pueden continuar nuestras relaciones; no puedo casarme. Mi hermana me sigue rogando desde el otro mundo que no abandone a sus hijos y que les haga de madre. Y puesto que tengo estos hijos a que cuidar, no debo ya casarme. Perdóname, Ricardo, perdónamelo, por Dios, y mira bien por qué lo hago. Me cuesta mucha pena porque sé que habría llegado a quererte y, sobre todo, porque sé lo que me quieres y lo que sufrirás con esto. Siento en el alma causarte esta pena, pero tú, que eres bueno, comprenderás mis deberes y los motivos de mi resolución y encontrarás otra mujer que no tenga mis obligaciones sagradas y que te pueda hacer más feliz que yo habría podido hacerte. Adiós, Ricardo, que seas feliz y hagas felices a otros, y ten por seguro que nunca, nunca te olvidará
GERTRUDIS.»
—Y ahora —añadió Ramiro—, a pesar de esto Ricardo quiere verte.
—¿Es que yo me oculto acaso?
—No, pero...
—Dile que venga cuando quiera a verme a esta nuestra casa.
—Nuestra casa, Gertrudis, nuestra...
—Nuestra, sí, y de nuestros hijos.
—Si tú quisieras...
—¡No hablemos de eso! —y se levantó.
Al siguiente día se le presentó Ricardo.
—Pero, por Dios, Tula.
—No hablemos más de eso, Ricardo, que es cosa hecha.
—Pero, por Dios —y se le quebró la voz.
—¡Sé hombre, Ricardo; sé fuerte!
—Pero es que ya tienen padre...
—No basta, no tienen madre..., es decir, sí la tienen.
—Puede él volver a casarse.
—¿Volverse a casar él? En ese caso los niños se irán conmigo. Le prometí a su madre, en su lecho de muerte, que no tendrían madrastra.
—¿Y si llegases a serlo tú, Tula?
—¿Cómo yo? —Sí, tú; casándote con él, con Ramiro.
—¡Eso nunca!
—Pues yo sólo así me lo explico.
—Eso nunca, te he dicho; no me expondría a que unos míos, es decir, de mi vientre, pudiesen mermarme el cariño que a esos tengo. ¿Y más hijos, más? Eso nunca. Bastan estos para bien criarlos.
—Pues a nadie le convencerás, Tula, de que no te has venido a vivir aquí por eso.
—Yo no trato de convencer a nadie de nada. Y en cuanto a ti, basta que yo te lo diga.
Se separaron para siempre.
—¿Y qué? —le preguntó luego Ramiro.
—Que hemos acabado; no podía ser de otro modo.
—Y que has quedado libre...
—Libre estaba, libre estoy, libre pienso morirme.
—Gertrudis..., Gertrudis —y su voz temblaba de súplica.
—Le he despedido porque me debo, ya te lo dije, a tus hijos, a los hijos de Rosa...
—Y tuyos..., ¿no dices así?
—¡Y míos, sí!
—Pero si tú quisieras...
—No insistas; ya te tengo dicho que no debo casarme ni contigo ni con otro menos.
—¿Menos? —y se le abrió el pecho.
—Sí, menos.
—¿Y cómo no fuiste monja?
—No me gusta que me manden.
—Es que en el convento en que entrases serías tú la abadesa, la superiora.
—Menos me gusta mandar. ¡Ramirín!
El niño acudió al reclamo.
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