la caída tumultuosa, cuando ya se ve operarse en la mezclada multitud una división completamente inesperada. La parte. mayor de las abejas, como un ejército que obedeciera órdenes precisas, comienza a trepar en espesas columnas a lo largo de las, paredes verticales del monumento. Llegadas a la cúpula, las primeras que la alcanzan se aferran a ella con las uñas de sus patas anteriores; las que llegan enseguida se cuelgan de las primeras y así sucesivamente, hasta formar largas cadenas que sirven de puente a la multitud que continúa subiendo. Esas cadenas se multiplican poco a poco, reforzándose y enzarzándose hasta lo infinito, y se convierten en guirnaldas que, bajo la ascensión innumerable, y no interrumpida, se transforman a su vez en una cortina espesa y triangular, o más bien en una especie de cono compacto y vuelto hacia abajo, cuya punta se une, a la cima de la, cúpula, y cuya base baja ensanchándose hasta la mitad o las dos terceras partes de la altura total de la colmena. En ese momento, cuando la última abeja que se siente llamada por una voz interior a formar parte del grupo, se une a la cortina suspendida en las tinieblas, la ascensión termina, todo movimiento va apagándose poco a poco en la cúpula, y el extraño cono aguarda durante largas horas, en un silencio que podría creerse, religioso y en una inmovilidad que parece pavorosa, la llegada del misterio de la cera.

Entretanto, y sin preocuparse, de la formación de la maravillosa cortina de cuyos pliegues ya a descender un don mágico, sin parecer tentado a reunirse a ella, el resto de las abejas, es decir, todas las que han permanecido en la parte baja de la colmena, examina, el edificio y emprende los trabajos necesarios.

El piso es cuidadosamente barrido, Y las hojas secas, las pajitas, los granos de arena son llevados lejos de allí, uno por uno, una por una, a la manía, e el aseo de las abejas llega y cuando en el corazón del invierno los grandes fríos las impiden durante largo tiempo efectuar lo que en apicultura se llama el «vuelo de limpieza, antes que ensuciar la colmena perecen en masa, víctimas de horrorosas enfermedades de vientre. Los machos, sólo ellos, son incorregiblemente descuidados, y cubren desvergonzadamente de inmundicias los panales que frecuentan y que las obreras se ven obligadas a limpiar continuamente.

Después del barrido, las abejas del mismo grupo profano, del grupo que no se mezcla al cono suspendido en una especie de éxtasis, comienzan a embetunar minuciosamente el contorno inferior de la morada común. En seguida pasan revista a todas las grietas, que llenan y cubren' de propóleos, y comienzan, de arriba abajo del edificio, a barnizar las paredes. La guardia de, la entrada se reorganiza, y pronto algunas obreras salen al campo, para volver cargadas de néctar y de polen.

II

Antes de levantar los pliegues de la misteriosa cortina a cuyo abrigo se colocan los cimientos de la verdadera morada, tratemos de darnos cuenta de la inteligencia que tendrá que desplegar nuestro pequeño pueblo de emigradas, de la precisión del ojo, de los calcillos y la industria necesarios para adaptar el asilo, parra trazar en el vacío el plano de la ciudad, determinar lógicamente el sitio de los edificios, que se trata de levantar lo más económica y lo más rápidamente que sea posible, porque la reina, apurada por poner, derrama ya los, huevecillos por el suelo. Es necesario, además, en aquel dédalo de construcciones diversas, todavía imaginarias y cuya forma será forzosamente inusitada, no perder de vista las leyes de la ventilación, de la estabilidad, de, la solidez, considerar la resistencia de la cera, la naturaleza de los víveres que han de, almacenarse, la facilidad de los accesos, las costumbres de la soberana, la distribución en cierto modo preestablecida, porque, es orgánicamente, la mejor, de los depósitos, do las casas, las calles y los pasadizos, y muchos otros problemas que sería larguísimo enumerar.

Ahora bien, la forma de las colmenas que el hombre ofrece a las abejas varía hasta lo infinito, desde el árbol hueco o el caño de barro todavía en uso en Africa y en Asia, pasando por la clásica campana de paja que se destaca en medio de una mata de girasoles y de malvas bajo las ventanas o en el huerto de la mayoría de nuestros cortijos, hasta las verdaderas fábricas de la apicultura movilista de hoy en día, en las que se acumulan a veces hasta ciento cincuenta kilogramos, de, miel, contenidos en tres o cuatro pisos de panales superpuestos y rodeados de un marco que permite sacarlos, manejarlos, extraer de ellos la cosechan por medio de la fuerza centrífuga, valiéndose de una turbina, y volverlos a poner en su lugar, como si se tratara de un libro en una biblioteca bien ordenada.

El capricho o la industria del hombre introduce un día el dócil enjambre, en una u otra, de estas habitaciones desorientadas. Toca a la mosquita darse cuenta, orientarse, modificar planos que la fuerza de las cosas quiere, inmutables, por decirlo así, determinar en aquel espacio insólito la posición de los, almacenes de invierno que no pueden pasar de la zona de calor desprendido por la población medio embotada; a ella le toca, en fin, prever el punto en que se concentrarán los panales de los huevecillos, cuya colocación, so pena de desastre, debe ser casi invariable, ni demasiado alta ni demasiado baja, ni demasiado cerca ni demasiado lejos de la puerta. Sale, por ejemplo, del tronco de un árbol derribado que sólo formaba una larga galería horizontal, estrecha y aplastada, y hela aquí en un edificio elevado como una torre, y cuyo techo se pierde en las tinieblas. O bien, para aproximarnos más a su ordinaria sorpresa, habíase acostumbrado desde ha-ce siglos a vivir bajo la cúpula de, paja do nuestras colmenas rústicas, y he aquí que, se la instala en una especie de gran armarlo o de gran cofre, tres o cuatro veces más vasto que su casa natal, y en medio de un laberinto de marcos suspendidos unos encima de otros, ora paralelos, ora perpendiculares a la entrada, y formando una red de andamiaje que embrolla todas las superficies de la mansión.

III

Eso no importa; no hay ejemplo de que un enjambre se haya negado a ponerse a la tarea, y se haya dejado desanimar o desconcertar por lo extraño de las circunstancias, con tal de que la habitación que se le ofrecía no estuviera impregnada de malos olores, o fuera realmente inhabitable. Hasta en este último caso no se produce desaliento, azoramiento ni renuncia al deber. El enjambre abandona sencillamente el refugio inhospitalario para ir en busca de mejor fortuna, algo más lejos, No puede decirse tampoco, que se haya conseguido nunca hacerle ejecutar un trabajo pueril o ilógico. Jamás se ha comprobado que las abejas hayan perdido la cabeza, ni que, no sabiendo qué partido tomar, hayan emprendido al azar, mansiones incómodas y estrambóticas. Volcadlas en una esfera, en una pirámide, en una canasta oval o poligonal, en un cilindro o en una espiral, visitadlas algunos días después, si han aceptado la morada, y veréis que esa extraña multitud de, pequeñas inteligencias independientes han sabido ponerse, inmediatamente, de acuerdo para elegir sin vacilar, con un método cuyos principios parecen inflexibles, pero cuyas consecuencias son vivas, el punto más propicio, y a menudo el único sitio utilizable del absurdo habitáculo.

Cuando se las instala en una de esas grandes fábricas llenas de marcos de que acabamos de hablar, no tienen en cuenta dichos marcos sino en cuanto les procuran un punto de partida o puntos de apoyo cómodos para sus panales, y es muy natural que no se ocupen ni de los deseos ni de las intenciones de los hombres. Perro si el apicultor ha tenido cuidado de guarnecer de una faja de cera la tablita superior de algunos de ellos, las abejas comprenderán inmediatamente las ventajas que les ofrece aquel trabajo preparado, estirarán cuidadosamente la fajita, y soldando a ella su propia cera, prolongarán metódicamente el panal según el plan indicado. Del mismo modo, y el caso es frecuente en la actual apicultura intensiva, si todos los marcos de la colmena están cubiertos de arriba abajo con hojas de cera estampada, no pierden el tiempo construyendo a un lado o de través, y produciendo inútilmente cera, sino que, al hallar la tarea medio hecha, se contentan con hacer ahondar y alargar cada uno de los alvéolos esbozados en la, hoja, rectificando sucesivamente los puntos en que se, aparte de la vertical más rigurosa, y de esta manera tendrán en menos de, una semana una, ciudad tan lujosa y tan bien construida. como la que, acaban de abandonar, mientras que, libradas a sus propios recursos, hubieran necesitado dos o tres meses para edificar la misma profusión de almacenes y de casas de blanca cera.

IV

Bien parece que ese talento de apropiación excede singularmente los límites del instinto. Además, nada tan arbitrario como esas distinciones entre el instinto y la inteligencia propiamente dicha. Sir John Lubbock, que ha hecho sobre las hormigas, avispas y abejas observaciones tan personales y tan curiosas, se inclina mucho, quizá por una predilección inconsciente y algo injusta, hacia las hormigas, que ha observado con preferencia, porque cada observador desearía, que el insecto que estudia fuese más inteligente o más notable que los demás, y bueno es precavieres contra este pequeño extravío de, amor propio; sir John Lubbock, digo, se, inclina mucho a negar a la abeja todo discernimiento y toda facultad de raciocinio desde que sale de la rutina de sus habituales trabajos. Da como prueba de ello un experimento que todo el mundo puede repetir fácilmente. Introducid en un botellín media docena de moscas y media, docena de abejas; luego, con el botellón acostado horizontalmente, volved el fondo hacia la ventana de la habitación. Las abejas se empeñarán durante horas enteras, hasta morir de fatiga o de inanición, en hallar salida, a través del fondo de cristal, mientras que las moscas habrán escapado en menos de dos minutos, por el gollete que ocupa el extremo opuesto.

Sir John Lubbock saca de esto la conclusión de que la inteligencia de la abeja es extremadamente limitada, y que la mosca es mucho más hábil para salir del paso y hallar el camino. Esta conclusión no me parece irreprochable. Volver alternativamente hacia la claridad, veinte veces seguidas si queréis, ora el fondo, ora el gollete de la esfera transparente, y las veinte veces seguidas las abejas se volverán al mismo tiempo, para dar frente a la luz. Lo que las pierde en el experimento del sabio inglés, es su amor a la luz y su misma razón. Evidentemente, se imaginan que, en toda cárcel, la salvación está del lado de la claridad más viva, obran en consecuencia, y se obstinan en obrar con demasiada lógica. Nunca han tenido conocimiento del misterio sobrenatural que para ellas debe constituir el vidrio, esa atmósfera repentinamente impenetrable, que no existe en la Naturaleza, y el obstáculo y el misterio deben ser tanto más inadmisibles, tanto más incomprensibles, cuanto más inteligentes sean.