Basta con que el apicultor destruya en sus celdillas a las jóvenes reinas, inertes todavía y que al mismo tiempo, si las larvas y las ninfas son numerosas, agrande los depósitos y los dormitorios de la nación: al punto todo el tumulto improductivo cae como las gotas de oro de una lluvia obediente, el trabajo habitual se disemina por las flores, y la vieja reina, indispensable otra vez, sin esperar ni temer sucesores, tranquilizada respecto del porvenir, renuncia ese año a volver a ver la luz del sol. Reanuda pacíficamente en las tinieblas su tarea materna que, consiste en poner, siguiendo una espiral metódica, de celdilla en celdilla, sin omitir una sola, sin detenerse jamás, dos o tres, mil huevecillos por día.

¿Qué hay de fatal en todo esto, si no es el amor de la raza de hoy a

la raza de mañana? La misma fatalidad existe en la especie humana, pero su poder y su extensión son menores en ella. No produce jamás esos sacrificios totales y unánimes. ¿A qué fatalidad previsora, que reemplaza a ésta, obedecemos? Se ignora, y no se sabe qué ser nos mira como nosotros miramos a la abeja.

VII

Pero el hombre no turba, la historia de la colmena que hemos elegido, y el ardor, húmedo aún, de un bello día que avanza a paso tranquilo y ya radiante bajo los árboles, precipita la hora de la partida. Desde lo alto hasta el pie de los dorados pasadizos que separan las paredes paralelas, las obreras se, ocupan en terminar los preparativos del viaje. Y en primer lugar, cada una carga con una provisión de miel suficiente para cinco o seis días. De la miel que se llevan sacarán, por medio de una química que aún no se ha explicado claramente, la cera necesaria para comenzar acto continuo la construcción de los edificios. Se proveen, además, de cierta cantidad de propóleos, especie de resina destinada a calafatear las rendijas de la nueva morada, a fijar lo inseguro, a barnizar los tabiques, a excluir toda luz, porque les agrada trabajar en una obscuridad casi completa, en la que se dirigen gracias a sus ojos de facetas o quizá a sus antenas, que se suponen asiento de un sentido ignoto para palpar y medir las tinieblas.

VIII

Saben, pues, prever las aventuras del día, más peligroso de su existencia. Hoy, en efecto, entregadas a las preocupaciones y a los azares quizá prodigiosos del gran acto, no tendrán tiempo de visitar los jardines y los prados y mañana, pasado, es posible que sople viento o llueva, que sus alas se hielen y que las flores no se abran. Sin esta previsión las aguardaría el hambre y la muerte. Nadie acudiría en su socorro, y no solicitarían el socorro de nadie. De ciudad a ciudad ni se conocen ni se ayudan jamás. Hasta ocurre que el apicultor instala la colmena en que ha, recogido a la vieja, reina y el racimo de abejas que la rodea, precisamente al lado de la colmena que acaban de abandonar.

Sea cual sea el desastre, que las hiera, diríase que han olvidado irrevocablemente la paz, la felicidad laboriosa, las enormes riquezas y la seguridad de su antiguo palacio, y todas, una por una, hasta la última, morirán de frío y de hambre en torno de su desdichada soberana, antes que volver a la casa natal, cuyo buen olor de abundancia que no es más que el perfume de su trabajo pasado, penetra hasta su desolación.

IX

He ahí algo, se dirá, que no harían los hombres, uno de los hechos demostrativos de que, a pesar de las maravillas de esa organización, no hay en ella ni inteligencia ni conciencia verdaderas. ¿Qué sabemos? Fuera de que es muy admisible que haya en otros seres una inteligencia de otra naturaleza que la nuestra, y que produzca efectos muy diferentes sin ser por eso muy inferiores; ¿somos acaso, y sin salir de nuestra pequeña parroquia humana, tan buenos jueces de las cosas del «espíritu»? Basta que veamos dos o tres personas que hablen y se agiten detrás de una ventana sin oír lo que dicen, para que ya nos sea muy difícil adivinar el pensamiento que las mueve. ¿Creéis que un habitante de Marte o de Venus que, desde lo alto de una montaña, viera ir y venir por las calles y las plazas públicas de nuestras ciudades, los pequeños puntos negros que somos en el espacio, se formaría ante el espectáculo de nuestros movimientos, de nuestros edificios, de nuestros canales, de nuestras máquinas, una idea exacta de nuestra inteligencia, de nuestra moral, de nuestra manera de amar, de pensar, de esperar, en una palabra, de nuestro ser íntimo v real? Se limitaría a determinar algunos hechos bastante sorprendentes, como lo hacemos en la colmena, y sacaría de ellos probablemente, consecuencias tan inciertas, tan erróneas como las nuestras.

En todo caso, mucho le costaría descubrir en «nuestros pequeños puntos negros» la gran dirección moral, el admirable sentimiento unánime que brilla en la colmena. «¿Adónde van?-» se preguntaría después de habernos observado durante años o siglos, ¿qué hacen? ¿obedecen a algún dios? No veo nada que conduzca sus pasos. Un día parecen edificar y amontonar pequeñas cosas, y al día siguiente, las destruyen y desparraman. Van y vienen, se reúnen y se dispersan, pero no se, sabe lo que desean. Ofrecen una multitud de espectáculos inexplicables. Algunos hay, por ejemplo, que no hacen movimiento alguno. Se les reconoce por su pelaje. Más lustroso; a menudo son también más voluminosos que los demás. Ocupan mansiones diez o veinte veces más vastas, más ingeniosamente ordenadas y más ricas que las moradas comunes. Hacen todos los días en ellas comidas que se prolonga horas, enteras, y a veces hasta tarde de la noche. Todos cuantos se les acercan parecen honrarlos, y los portadores de víveres salen de las casas vecinas y llegan desde el fondo de la campaña para ofrecerles regalos. Debe creerse que son indispensables y que prestan a la especie servicios esenciales, aunque nuestros medios de investigación no nos hayan permitido todavía reconocer con exactitud la naturaleza de esos servicios. Por el contrario, se ven otros que, en grandes cajas atestadas de ruedas que giran como un torbellino, en cuartucos obscuros, en torno de los puertos, y sobre pequeños cuadrados de tierra que excavan del alba a la puesta de sol, no cesan de agotares penosamente. Todo nos hace suponer que esa agitación es digna de castigo. Y en efecto, se les aloja en estrechas viviendas, sucias y ruinosas. Están cubiertos de una substancia incolora.