Que le sigo dirigiendo la vaquería cuando me dé mejores yaneros.
En pos de la mulata salimos al patio. La noche estaba obscura y comenzaba a lloviznar. Franco nos siguió a la sala y se tendió en la barbacoa. Afuera los que se marchaban cantaron a dúo:
Corazón no seas caballo;
aprendé a tener vergüenza;
al que te quiera, querelo,
y al que no, no le hagás fuerza.
Y la pala del remo en la onda y el repentino rebotar de la lluvia apagaron el eco de la tonada.
* * *
Pasé mala noche. Cuando menudeaba el canto de los gallos conseguí quedarme dormido. Soñé que Alicia iba sola, por una sabana lúgubre, hacia un lugar siniestro donde la esperaba un hombre, que podía ser Barrera. Agazapado en los pajonales iba espiándola yo, con la escopeta del mulato en balanza; mas cada vez que intentaba tenderla contra el seductor, se convertía entre mis manos en una serpiente helada y rígida. Desde la cerca de los corrales, don Rafo agitaba el sombrero exclamando: ¡Véngase! ¡Eso ya no tiene remedio!
Veía luego a la niña Griselda, vestida de oro, en un país extraño, encaramada en una peña de cuya base fluía un hilo blancuzco de caucho. A lo largo de él lo bebían gentes innumerables echadas de bruces. Franco, erguido sobre un promontorio de carabinas, amonestaba a los sedientos con este estribillo: “¡Infelices, detrás de estas selvas está ‘el más allá’!” y al pie de cada árbol se iba muriendo un hombre, en tanto que yo recogía sus calaveras para exportarlas en lanchones por un río silencioso y oscuro.
Volvía a ver a Alicia, desgreñada y desnuda, huyendo de mí por entre las malezas de un bosque nocturno, iluminado por luciérnagas colosales. Llevaba yo en la mano una hachuela corta, y, colgando al cinto, un recipiente de metal. Me detuve ante una araucaria de morados corimbos, parecida al árbol del caucho, y empecé a picarle la corteza, para que escurriera la goma. “¿Por qué me desangras?”, suspiró una voz desfalleciente. “Yo soy tu Alicia, y me he convertido en una parásita”.
Agitado y sudoroso desperté como a las nueve de la mañana. El cielo, después de la lluvia anterior, resplandecía lavado y azul. Una brisa discreta suavizaba los grandes calores.
—Blanco, aquí tá el desayuno —murmuró la mulata—. Don Rafo y los hombres montaron, y las mujeres tán bañándose.
Mientras que yo desayunaba, sentóse en el suelo y comenzó a ajustar con los dientes la cadenita de una medalla que llevaba al cuello. “Resolví ponerme esta prenda, porque tá bendita, y es milagrosa. A vé si el Antonio se anima a cebarme. Por si me dejare desamparáa, le dí en el café el corazón de un pajarito llamao “piapoco”. Puée irse muy lejos y corré tierras; pero onde oiga cantá otro pájaro semejante, se pondrá triste y tendrá que volverse, por que la “guiña” tá en que viene la pesaúmbre a poné de presente la patria y el rancho y el queré olvida, y tras los suspiros tiée que encaminarse el suspiraor o se muere de pena. La medalla también ayúa si se le cuelga al que se va”.
—¿Y Antonio pretende ir al Vichada?
—Quien sabe. Franco no quiere desarraigarse, pero la mujé tá enviajáa. Antonio hace lo que le diga el hombre.
—¿Y anoche, por qué se fueron los muchachos?
—El hombre no los aguantó má. Ta malicioso. El Jesús jué al hato la tardecita que yegaron ustées, no a yamá al Barrera, sino a decile que no arrimara porque no se podía. Esto jué tóo. Pero el hombre es avispao y los despachó.
—¿Barrera viene frecuentemente?
—Yo no sé. Si acaso habla con la Griselda es en el caño, porque ella, en achaque del anzuelito anda remolona con la curiara. Barrera es mejó que el hombre; Barrera es una oportunidá.
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