El único recurso que me quedaba era retroceder en mi camino hasta la caja y abandonarme allí a mi triste hado, o intentar tranquilizar mi mente para meditar algún plan de salida. Así lo hice inmediatamente y, después de vencer innumerables dificultades, regresé a mi alojamiento. Cuando caí, completamente exhausto, en la colchoneta, Tigre se tendió cuan largo era a mi lado, y parecía como si, con sus caricias, quisiera consolarme y darme ánimos.

Pero lo extraño de su comportamiento concluyó por llamarme la atención. Después de lamerme la cara y las manos durante un rato, dejó bruscamente de hacerlo y lanzó un sordo gemido. A partir de este momento, siempre que alargaba mi mano hacía él, lo hallaba invariablemente tumbado sobre el lomo, con las patas en alto. Esta conducta, repetida con frecuencia, me pareció extraña y no podía explicármela de ningún modo. Como el perro parecía afligido, pensé que se había hecho daño con algo y, cogiéndole las patas, se las examiné una a una, pero no encontré rastro alguno de herida. Supuse entonces que tendría hambre y le di un trozo de jamón, que devoró con avidez; pero después reanudó sus extraordinarias maniobras. Me imaginé que estaba sufriendo, como yo, los tormentos de la sed, y ya iba a dar por buena esta conclusión, cuando se me ocurrió la idea de que no le había examinado más que las patas y que tal vez estuviera herido en el cuerpo o en la cabeza. Le toqué esta última cuidadosamente, sin encontrar nada. Pero, al pasarle la mano por el lomo, noté una ligera erección del pelo que se extendía por todo él. Palpándole con el dedo, descubrí una cuerda y, al tirar de ella, hallé que le rodeaba todo el cuerpo. Al examinarla detenidamente, tropecé con una cosa que parecía un papel de cartas, sujeto con la cuerda de tal manera, que quedaba inmediatamente debajo de la paletilla izquierda del animal.

Capítulo III

Inmediatamente se me ocurrió la idea de que el papel era una nota de Augustus, y que había sucedido algún accidente inexplicable que le impedía bajar a liberarme de mi calabozo, por lo que había ideado aquel medio para ponerme al corriente de la verdadera situación de las cosas. Trémulo de ansiedad, comencé de nuevo a buscar los fósforos y las velas. Tenía un confuso recuerdo de haberlos guardado cuidadosamente poco antes de quedarme dormido; y creo, sinceramente, que antes de mi última expedición a la trampa me hallaba en perfectas condiciones de poder recordar el sitio exacto donde los había depositado. Pero en vano me esforzaba ahora en recordarlo, y empleé más de una hora en la inútil e irritante búsqueda de aquellos malditos objetos; jamás me he hallado en un estado de ansiedad y de incertidumbre más doloroso. Por último, mientras lo tanteaba todo, y cuando tenía la cabeza junto al lastre, cerca de la abertura de la caja, y fuera de ella, percibí un débil brillo de luz en la dirección de la proa. Muy sorprendido, me dirigí hacia aquella luz que parecía estar a pocos pasos de mí. Apenas me moví del sitio con esta intención, cuando perdí completamente de vista aquel brillo, y para verlo de nuevo tuve que andar a lo largo de la caja hasta que recobré exactamente mi primitiva situación. Moviendo entonces la cabeza de un lado a otro con cuidado, vi que, caminando lentamente y con la mayor precaución, en la dirección opuesta a la que había seguido al principio, podía acercarme a la luz sin perderla de vista. Enseguida llegué a ella (después de penoso camino a través de innumerables y angustiosos rodeos), y descubrí que la luz procedía de unos fragmentos de mis fósforos, que yacían en un barril vacío tumbado de lado. Mientras me invadía la extrañeza de encontrarlos en aquel sitio, puse la mano sobre dos o tres pedazos de cera de vela, que evidentemente habían sido mascados por el perro. Comprendí en seguida que había devorado toda mi provisión de velas, y perdí la esperanza de poder leer ya la nota de Augustus. Los restos de cera estaban tan amalgamados con otros desechos del barril, que renuncié a utilizarlos, y los dejé como estaban. Recogí como mejor pude los fósforos, de los que sólo había unas partículas, y regresé con ellos, después de muchas dificultades, a la caja, donde Tigre había permanecido.

No sabía qué hacer ahora. La oscuridad que reinaba en la bodega era tan intensa, que no podía ver mis manos, aunque las acercase a la cara. Apenas distinguía la tira blanca de papel, y esto no mirándola directamente, sino volviendo hacia ella la parte exterior de la retina, es decir, mirándola un poco de reojo; así descubrí que llegaba a ser perceptible en cierta medida. De este modo puede comprenderse la oscuridad de mi encierro. La nota de mi amigo, si realmente lo era, sólo venía a aumentar mi turbación, atormentando inútilmente mi ya debilitado y agitado espíritu. En vano le daba vueltas a una multitud de absurdos expedientes para procurarme luz —expedientes análogos a los que, en igual situación, imaginaría un hombre dominado por el sueño agitador del opio—, todos y cada uno de los cuales le parecían, por turno, al soñador la más razonable y la más descabellada de las ideas, exactamente lo mismo que el razonamiento o las facultades imaginativas fluctúan, alternativamente, una tras otra.