Yo no creía que pudiéramos vencer a tantos españoles y árabes, pero quería ver los camellos y los elefantes, de forma que al día siguiente, que era sábado, me presenté a la emboscada, y cuando nos dio la orden salimos corriendo del bosque y bajamos el cerro. Pero no había españoles ni árabes ni camellos ni elefantes. No había más que una gira de la escuela dominical, y encima de los de primer curso. Los dispersamos y perseguimos a los niños por el cerro, pero no sacamos más que mermelada y unas rosquillas, aunque Ben Rogers se llevó una muñeca de trapo y Joe Harper un libro de himnos y un folleto de propaganda, y entonces llegó corriendo el maestro y nos hizo dejarlo todo y salir corriendo. No vi ningún diamante, y se lo dije a Tom Sawyer. Me contestó que de todos modos los había a montones y que también había árabes y elefantes y cosas. Entonces le dije que por qué no podíamos verlos. Me dijo que si no fuera tan ignorante y hubiera leído un libro que se llamaba Don Quijote, lo sabría sin preguntar. Dijo que todo lo hacían por arte de magia. Dijo que allí había cientos de soldados y elefantes y tesoros y todo eso, pero que teníamos enemigos que él llamaba magos y que lo habían convertido todo en una escuela dominical para niños, sólo por despecho. Entonces yo dije que bueno, que lo que teníamos que hacer era atacar a los magos. Tow Sawyer me llamó palurdo.
–Hombre -dijo-, un mago puede llamar a un montón de genios, que te podrían hacer picadillo en medio minuto. Son igual de altos que árboles y cuadrados como armarios de tres cuerpos.
–Bueno -digo yo-, zy qué pasa si conseguimos que algunos de esos genios nos ayuden a nosotros? ¿No podríamos vencer entonces a los otros?
–¿Cómo vas a conseguirlo?
–No sé. ¿Cómo lo consiguen ellos?
–Pues frotan una lámpara vieja de estaño o un anillo de hierro, y entonces llegan los genios, acompañados de truenos y rayos y de todo el humo del mundo y van y hacen todo lo que se les dice que hagan. Les resulta facilísimo arrancar de cuajo una torre y darle en la cabeza con ella a un superintendente de escuela dominical, o a cualquiera.
–¿Quién les obliga a hacer todo eso?
–Hombre, el que frota la lámpara o el anillo. Pertenecen al que frota la lámpara o el anillo y tienen que hacer lo que les diga. Si les dice que construyan con diamantes un palacio de cuarenta millas de largo y lo llenen de chicle, o de lo que tú quieras, y que traigan a la hija de un emperador de la China para casarte con ella, tienen que hacerlo, y además antes de que amanezca el día siguiente. Y encima tienen que transportar ese palacio por todo el país siempre que se lo diga uno, ¿comprendes?
–Bueno -dije yo-, creo que son idiotas por no quedarse con el palacio, en lugar de hacer todas esas bobadas. Y además, lo que es yo, si fuera uno de ellos me iría al quinto pino antes de dejar lo que tuviera entre manos para hacer lo que me dijese un tipo que estaba frotando una lámpara vieja de estaño.
–Qué cosas dices, Huck Finn. Pero si es que tendrías que ir cuando la frotase, quisieras o no.
–¡Cómo! ¿Si yo fuera igual de alto que un árbol y cuadrado como un armario de tres cuerpos? Bueno, vale; iría, pero te apuesto a que ese hombre tendría que subirse al árbol más alto que hubiera en todo el país.
–Caray, es que no se puede hablar contigo, Huck Finn. Es como si no supieras nada de nada, como un perfecto idiota.
Me quedé pensando en todo aquello dos o tres días y después decidí probar, a ver si era verdad o no. Me llevé una lámpara vieja de estaño y un anillo de hierro al bosque y me puse a frotar hasta sudar como un indio, calculando que me construiría un palacio para venderlo; pero nada, no vino ningún genio. Entonces pensé que todo aquello no era más que una de las mentiras de Tow Sawyer. Supuse que él se creía lo de los árabes y los elefantes, pero yo no pienso igual que él. Aquello parecía cosa de la escuela dominical.
Capítulo 4
Bueno, pasaron tres o cuatro meses y ya estaba bien entrado el invierno. Había ido a la escuela casi todo el tiempo, me sabía las letras y leer y escribir un poco y me sabía la tabla de multiplicar hasta seis por siete treinta y cinco, y pensaba que nunca llegaría más allá aunque viviera eternamente. De todas formas, las matemáticas no me gustan mucho.
Al principio me fastidiaba la escuela, pero poco a poco aprendí a aguantarla. Cuando me cansaba demasiado hacía novillos, y la paliza que me daban al día siguiente me sentaba bien y me animaba. Así que cuanto más tiempo iba a la escuela, más fácil me resultaba. También me estaba empezando a acostumbrar a las cosas de la viuda, que ya no me molestaban tanto.
1 comment