Sherlock Holmes se paseaba por la habitación a paso vivo con impaciencia, la cabeza caída sobre el pecho las manos entrelazadas por detrás de la espalda. Para mí, que conocía todos sus humores y hábitos, su actitud y sus maneras tenían cada cual un significado propio. Otra vez estaba dedicado al trabajo. Había salido de las ensoñaciones provocadas por la droga, y estaba lanzado por el husmillo fresco de algún problema nuevo Tiré de la campanilla de llamada, y me hicieron subir a la habitación que había sido parcialmente mía.
Sus maneras no eran efusivas. Rara vez lo eran pero, según yo creo, se alegró de verme. Sin hablar apenas, pero con mirada cariñosa, me señaló con un vaivén de la mano un sillón, me echó su caja de cigarros, me indicó una garrafa de licor y un recipiente de agua de seltz que había en un rincón. Luego se colocó en pie delante del fuego, y me paso revista con su característica manera introspectiva.
—Le sienta bien el matrimonio —dijo a modo de comentario—. Me está pareciendo, Watson, que ha engordado usted siete libras y media desde la última vez que le vi.
—Siete —le contesté.
—Pues, la verdad, yo habría dicho que un poquitín más. Yo creo, Watson, que un poquitín más. Y, por lo que veo, otra vez ejerciendo la medicina. No me había dicho usted que tenía el propósito de volver a su trabajo.
—Pero ¿cómo lo sabe usted?
—Lo estoy viendo; lo deduzco. ¿Cómo sé que últimamente ha cogido usted mucha humedad, y que tiene a su servicio una doméstica torpe y descuidada?
—Mi querido Holmes —le dije—, esto es demasiado. De haber vivido usted hace unos cuantos siglos, con seguridad que habría acabado en la hoguera. Es cierto que el jueves pasado tuve que hacer una excursión al campo y que regresé a mi casa todo sucio; pero como no es ésta la ropa que llevaba no puedo imaginarme de qué saca usted esa deducción. En cuanto a Marijuana, sí que es una muchacha incorregible, y por eso mi mujer le ha dado ya el aviso de despido; pero tampoco sobre ese detalle consigo imaginarme de qué manera llega usted a razonarlo.
Sherlock Holmes se rió por lo bajo y se frotó las manos, largas y nerviosas.
—Es la cosa más sencilla —dijo—. La vista me dice que en la parte interior de su zapato izquierdo, precisamente en el punto en que se proyecta la claridad del fuego de la chimenea, está el cuero marcado por seis cortes casi paralelos. Es evidente que han sido producidos por alguien que ha rascado sin ningún cuidado el borde de la suela todo alrededor para arrancar el barro seco. Eso me dio pie para mi doble deducción de que había salido usted con mal tiempo y de que tiene un ejemplar de doméstica londinense que rasca las botas con verdadera mala saña. En lo referente al ejercicio de la medicina, cuando entra un caballero en mis habitaciones oliendo a cloroformo, y veo en uno de los costados de su sombrero de copa un bulto saliente que me indica dónde ha escondido su estetoscopio, tendría yo que ser muy torpe para no dictaminar que se trata de un miembro en activo de la profesión médica.
No pude menos de reírme de la facilidad con que explicaba el proceso de sus deducciones, y le dije:
—Siempre que le oigo aportar sus razones, me parece todo tan ridículamente sencillo que yo mismo podría haberlo hecho con facilidad, aunque, en cada uno de los casos, me quedo desconcertado hasta que me explica todo el proceso que ha seguido. Y, sin embargo, creo que tengo tan buenos ojos como usted.
—Así es, en efecto —me contestó, encendiendo un cigarrillo y dejándose caer en un sillón—. Usted ve, pero no se fija. Es una distinción clara. Por ejemplo, usted ha visto con frecuencia los escalones para subir desde el vestíbulo a este cuarto.
—Muchas veces.
—¿Como cuántas?
—Centenares de veces.
—Dígame entonces cuántos escalones hay.
—¿Cuántos? Pues no lo sé.
—¡Lo que yo le decía! Usted ha visto, pero no se ha fijado. Ahí es donde yo hago hincapié. Pues bien: yo sé que hay diecisiete escalones, porque los he visto y, al mismo tiempo, me he fijado. A propósito, ya que le interesan a usted estos pequeños problemas, y puesto que ha llevado su bondad hasta hacer la crónica de uno o dos de mis insignificantes experimentos, quizá sienta interés por éste.
Me tiró desde donde él estaba una hoja de un papel de cartas grueso y de color de rosa, que había estado hasta ese momento encima de la mesa. Y añadió:
—Me llegó por el último correo. Léala en voz alta.
Era una carta sin fecha, sin firma y sin dirección. Decía:
«Esta noche, a las ocho menos cuarto, irá a visitar a usted un caballero que desea consultarle sobre un asunto del más alto interés. Los recientes servicios que ha prestado usted a una de las casas reinantes de Europa han demostrado que es usted la persona a la que se pueden confiar asuntos cuya importancia no es posible exagerar.
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