Los espectadores vecinos se agitaron con un suave regocijo interior; varias caras se ocultaron tras los abanicos y pañuelos, y Tom estaba en la cúspide de la felicidad. El perro parecía desconcertado, y probablemente lo estaba; pero tenía además resentimiento en el corazón y sed de venganza. Se fue, pues, al escarabajo, y de nuevo emprendió contra él un cauteloso ataque, dando saltos en su dirección desde todos los puntos del compás, cayendo con las manos a menos de una pulgada del bicho, tirándole dentelladas cada vez más cercanas y sacudiendo la cabeza hasta que las orejas le abofeteaban. Pero se cansó, una vez más, al poco rato; trató de solazarse con una mosca, pero no halló consuelo; siguió a una hormiga, dando vueltas con la nariz pegada al suelo, y también de eso se cansó en seguida; bostezó, suspiró, se olvidó por completo del escarabajo… ¡y se sentó encima de él! Se oyó entonces un desgarrador alarido de agonía, y el perro salió disparado por la nave adelante; los aullidos se precipitaban, y el perro también; cruzó la iglesia frente al altar, y volvió, raudo, por la otra nave; cruzó frente a las puertas; sus clamores llenaban la iglesia entera; sus angustias crecían al compás de su velocidad, hasta que ya no era más que un lanoso cometa, lanzado en su órbita con el relampagueo y la velocidad de la luz. Al fin, el enloquecido mártir se desvió de su trayectoria y saltó al regazo de su dueño; éste lo echó por la ventana, y el alarido de pena fue haciéndose más débil por momentos y murió en la distancia.
Para entonces toda la concurrencia tenía las caras enrojecidas y se atosigaba con reprimida risa, y el sermón se había atascado, sin poder seguir adelante. Se reanudó en seguida, pero avanzó claudicante y a empellones, porque se había acabado toda posibilidad de producir impresión, pues los más graves pensamientos eran constantemente recibidos con alguna ahogada explosión de profano regocijo, a cubierto del respaldo de algún banco lejano, como si el pobre párroco hubiese dicho alguna gracia excesivamente salpimentada. Y todos sintieron como un alivio cuando el trance llegó a su fin y el cura echó la bendición.
Tom fue a casa contentísimo, pensando que había un cierto agrado en el servicio religioso cuando se intercalaba en él una miaja de variedad. Sólo había una nube en su dicha: se avenía a que el perro jugase con el «pillizquero», pero no consideraba decente y recto que se lo hubiese llevado consigo.
CAPÍTULO VI
La mañana del lunes encontró a Tom Sawyer afligido. Las mañanas de los lunes le hallaban siempre así, porque eran el comienzo de otra semana de lento sufrir en la escuela. Su primer pensamiento en esos días era lamentar que se hubiera interpuesto un día festivo, pues eso hacía más odiosa la vuelta a la esclavitud y al grillete.
Tom se quedó pensando. Se le ocurrió que ojalá estuviese enfermo: así se quedaría en casa sin ir a la escuela. Había una vaga posibilidad. Pasó revista a su organismo. No aparecía enfermedad alguna, y lo examinó de nuevo. Esta vez creyó que podía barruntar ciertos síntomas de cólico, y comenzó a alentarlos con grandes esperanzas. Pero se fueron debilitando y desaparecieron a poco. Volvió a reflexionar. De pronto hizo un descubrimiento: se le movía un diente. Era una circunstancia feliz; y estaba a punto de empezar a quejarse, «para dar la alarma», como él decía, cuando se le ocurrió que si acudía ante el tribunal con aquel argumento su tía se lo arrancaría, y eso le iba a doler. Decidió, pues, dejar el diente en reserva por entonces, y buscar por otro lado. Nada se ofreció por el momento; pero después se acordó de haber oído al médico hablar de una cierta cosa que tuvo un paciente en cama dos o tres semanas y le puso en peligro de perder un dedo. Sacó de entre las sábanas un pie, en el que tenía un dedo malo, y procedió a inspeccionarlo: pero se encontró con que no conocía los síntomas de la enfermedad. Le pareció, sin embargo, que valía la pena intentarlo, y rompió a sollozar con gran energía.
Pero Sid continuó dormido, sin darse cuenta.
Tom sollozó con más brío, y se le figuró que empezaba a sentir dolor en el dedo enfermo.
Ningún efecto en Sid.
Tom estaba ya jadeante de tanto esfuerzo. Se tomó un descanso, se proveyó de aire hasta inflarse, y consiguió lanzar una serie de quejidos admirables.
Sid seguía roncando.
Tom estaba indignado. Le sacudió, gritándole: «¡Sid, Sid!» Este método dio resultado, y Tom comenzó a sollozar de nuevo. Sid bostezó, se desperezó, después se incorporó sobre un codo, dando un relincho, y se quedó mirando fijamente a Tom. El cual siguió sollozando.
–¡Tom! ¡Oye, Tom! – le gritó Sid.
No obtuvo respuesta.
–¡Tom! ¡Oye! ¿Qué te pasa? – y se acercó a él, sacudiéndole y mirándole la cara, ansiosamente.
–¡No, Sid, no! – gimoteó Tom-. ¡No me toques!
–¿Qué te pasa? Voy a llamar a la tía.
–No; no importa. Ya se me pasará. No llames a nadie.
–Sí; tengo que llamarla.
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