El muchacho siguió dibujando, como si no se diese cuenta de lo que pasaba. La niña realizó un disimulado intento para ver, pero Tom hizo como que no lo advertía. Al fin ella se dio por vencida y murmuró:

–Déjame verlo.

Tom dejó ver en parte una lamentable caricatura de una casa, con un tejado escamoso y un sacacorchos de humo saliendo por la chimenea. Entonces la niña empezó a interesarse en la obra, y se olvidó de todo. Cuando estuvo acabada, la contempló y murmuró:

–Es muy bonita. Hay un hombre.

El artista erigió delante de la casa un hombre que parecía una grúa. Podía muy bien haber pasado por encima del edificio; pero la niña no era demasiado crítica, el monstruo la satisfizo, y murmuró:

–Es un hombre muy bonito… Ahora píntame a mí llegando.

Tom dibujó un reloj de arena con una luna llena encima y dos pajas por abajo, y armó los desparramados dedos con portentoso abanico. La niña dijo:

–¡Qué bien está! ¡Ojalá supiera yo pintar!

–Es muy fácil -murmuró Tom-. Yo te enseñaré.

–¿De veras? ¿Cuándo?

–A mediodía. ¿Vas a tu casa a almorzar?

–Si quieres, me quedaré.

–Muy bien, ¡al pelo! ¿Cómo te llamas?

–Becky Thatcher. ¿Y tú? ¡Ah, ya lo sé! Thomas Sawyer.

–Así es como me llaman cuando me zurran. Cuando soy bueno, me llamo Tom. Llámame Tom, ¿quieres?

–Sí.

Tom empezó a escribir algo en la pizarra, ocultándolo a la niña. Pero ella había ya abandonado el recato. Le pidió que se la dejase ver. Tom contestó:

–No es nada.

–Sí, algo es.

–No, no es nada; no necesitas verlo.

–Sí, de veras que sí. Déjame.

–Lo vas a contar.

–No. De veras y de veras y de veras que no lo cuento.

–¿No se lo vas a decir a nadie? ¿En toda tu vida lo has de decir?

–No; a nadie se lo he de decir. Déjame verlo.

–¡Ea! No necesitas verlo.

–Pues por ponerte así, lo he de ver, Tom -y cogió la mano del muchacho con la suya, y hubo una pequeña escaramuza. Tom fingía resistir de veras, pero dejaba correrse la mano poco a poco, hasta que quedaron al descubierto estas palabras: Te amo.

–¡Eres un malo! – y le dio un fuerte manotazo, pero se puso encendida y pareció satisfecha, a pesar de todo.

Y en aquel instante preciso sintió el muchacho que un torniquete lento, implacable, le apretaba la oreja y al propio tiempo lo levantaba en alto. Y en esa guisa fue llevado a través de la clase y depositado en su propio asiento, entre las risas y befa de toda la escuela. El maestro permaneció cerniéndose sobre él, amenazador, durante unos instantes trágicos, y al cabo regresó a su trono, sin añadir palabra. Pero aunque a Tom le escocía la oreja, el corazón le rebosaba de gozo.

Cuando sus compañeros se calmaron, Tom hizo un honrado intento de estudiar; pero el tumulto de su cerebro no se lo permitía. Ocupó después su sitio en la clase de lectura, y fue aquello un desastre; después en la clase de geografía, convirtió lagos en montañas, montañas en ríos y ríos en continentes, hasta rehacer el caos; después, en la de escritura, donde fue «rebajado» por sus infinitas faltas y colocado el último, y tuvo que entregar la medalla de peltre que había lucido con ostentación durante algunos meses.

CAPÍTULO VII

Cuanto más ahínco ponía Tom en fijar toda su atención en el libro, más se dispersaban sus ideas. Así es que al fin, con un suspiro y un bostezo, abandonó el empeño. Le parecía que la salida de mediodía no iba a llegar nunca. Había en el aire una calma chicha. No se movía una hoja. Era el más soñoliento de los días aplanadores. El murmullo adormecedor de los veinticinco escolares estudiando a la vez aletargaba el espíritu como con esa virtud mágica que hay en el zumbido de las abejas.