Mantuvo una recia lucha consigo mismo para decidirse a hacer nuevos avances, pero al fin reunió ánimos para la empresa y entró en la escuela.

Becky seguía aún en el rincón, vuelta de espaldas, sollozando, con la cara pegada a la pared. Tom sintió remordimientos. Fue hacia ella y se detuvo un momento sin saber qué hacer. Después dijo, vacilante:

–Becky, no me gusta nadie sino tú.

No hubo más respuestas que los sollozos.

–Becky -prosiguió implorante-, ¿no quieres responderme?

Más sollozos.

Tom sacó su más preciado tesoro, un boliche de latón procedente de un morillo de chimenea, y lo pasó en torno de la niña para que pudiera verlo.

–Becky-dijo-, hazme el favor de tomarlo.

Ella lo tiró contra el suelo. Entonces Tom salió de la escuela y echó a andar hacia las colinas, muy lejos, para no volver más a la escuela por aquel día. Becky empezó a barruntarlo. Corrió hacia la puerta: no se le veía por ninguna parte. Fue al patio de recreo: no estaba allí. Entonces gritó:

–¡Tom! ¡Tom! ¡Vuelve!

Escuchó anhelosamente, pero no hubo respuesta. No tenía otra compañía que la soledad y el silencio. Se sentó, pues, a llorar de nuevo y a reprocharse por su conducta, y ya para entonces los escolares empezaban a llegar, y tuvo que ocultar su pena y apaciguar su corazón y que echarse a cuestas la cruz de toda una larga tarde de tedio y desolación, sin nadie, entre los extraños que la rodeaban, en quien confiar sus pesares.

CAPÍTULO VIII

Tom se escabulló de aquí para allá por entre las callejas hasta apartarse del camino de los que regresaban a la escuela, después siguió caminando lenta y desmayadamente. Cruzó dos o tres veces un regato, por ser creencia entre los chicos que cruzar agua desorientaba a los perseguidores. Media hora después desapareció tras la mansión de Douglas, en la cumbre del monte, y ya apenas se divisaba la escuela en el valle, que iba dejando atrás. Se metió por un denso bosque, dirigiéndose fuera de toda senda, hacia el centro de la espesura, y se sentó sobre el musgo, bajo un roble de ancho ramaje. No se movía la menor brisa; el intenso calor del mediodía había acallado hasta los cantos de los pájaros; la Naturaleza toda yacía en un sopor no turbado por ruido alguno, a no ser, de cuando en cuando, por el lejano martilleo de un picamaderos, y aun esto parecía hacer más profundo el silencio y la obsesionante sensación de soledad. Tom era todo melancolía y su estado de ánimo estaba a tono con la escena. Permaneció sentado largo rato meditando, con los codos en las rodillas y la barbilla en las manos. Le parecía que la vida era no más que una carga, y casi envidiaba a Jimmy Hodges, que hacía poco se había librado de ella. Qué apacible debía de ser, pensó, yacer y dormir y sonar por siempre jamás, con el viento murmurando por entre los árboles y meciendo las flores y las hierbas de la tumba, y no tener ya nunca molestias ni dolores que sufrir. Si al menos tuviera una historia limpia, hubiera podido desear que llegase el fin y acabar con todo de una vez. Y en cuanto a Becky, ¿qué había hecho él? Nada. Había obrado con la mejor intención del mundo y le habían tratado como a un perro. Algún día lo sentiría ella…; quizá cuando ya fuera demasiado tarde. ¡Ah, si pudiera morirse por unos días!

Pero el elástico corazón juvenil no puede estar mucho tiempo deprimido. Tom empezó insensiblemente a dejarse llevar de nuevo por las preocupaciones de esta vida. ¿Qué pasaría si de pronto volviese la espalda a todo y desapareciera misteriosamente? ¿Si se fuera muy lejos, muy lejos, a países desconocidos, más allá de los mares, y no volviese nunca? ¿Qué impresión sentiría ella? La idea de ser clown le vino a las mientes; pero sólo, para rechazarla con disgusto, pues la frivolidad y las gracias y los calzones pintarrajeados eran una ofensa cuando pretendían profanar un espíritu exaltado a la vaga, augusta región de lo novelesco. No; sería soldado, para volver al cabo de muchos años como un inválido glorioso. No, mejor aún: se iría con los indios, y cazaría búfalos, y seguiría la «senda de guerra» en las sierras o en las vastas praderas del lejano Oeste, y después de mucho tiempo volvería hecho un gran jefe erizado de plumas, pintado de espantable modo, y se plantaría de un salto, lanzando un escalofriante grito de guerra, en la escuela dominical, una soñolienta mañana de domingo, y haría morir de envidia a sus compañeros. Pero no, aún había algo más grandioso. ¡Sería pirata! ¡Eso sería! Ya estaba trazado su porvenir, deslumbrante y esplendoroso.