Tenía como cerco una desvencijada valla de tablas, que en unos sitios estaba demzmbada hacia adentro y en otros hacia fuera, y en ninguno derecha. Hierbas y matorrales silvestres crecían por todo el recinto. Todas las sepulturas antiguas estaban hundidas en tierra; tablones redondeados por un extremo y roídos por la intemperie se alzaban hincados sobre las tumbas, torcidos y como buscando apoyo, sin encontrarlo. «Consagrado a la memoria de Fulano de Tal», había sido pintado en cada uno de ellos, mucho tiempo atrás; pero ya no se podía leer aunque hubiera habido luz para ello.

Una brisa tenue susurraba entre los árboles, y Tom temía que pudieran ser las ánimas de los muertos, que se quejaban de que no se los dejase tranquilos. Los dos chicos hablaban poco, y eso entre dientes, porque la hora y el lugar y el solemne silencio en que todo estaba envuelto oprimía sus espíritus. Encontraron el montoncillo recién hecho que buscaban, y se escondieron bajo el cobijo de tres grandes olmos que crecían, casi juntos, a poco trecho de la sepultura.

Después esperaron callados un tiempo que les pareció interminable. El graznido lejano de una lechuza era el único ruido que rompía aquel silencio de muerte. Las reflexiones de Tom iban haciéndose fúnebres y angustiosas. Había que hablar de algo. Por eso dijo, en voz baja:

–Huck, ¿crees tú que a los muertos no les gustará que estemos aquí?

Huckleberry murmuró:

–¡Quién lo supiera! Está esto de mucho respeto, ¿verdad?

–Ya lo creo que sí.

Hubo una larga pausa, mientras los muchachos controvertían el tema interiormente. Después, quedamente, prosiguió Tom:

–Dime, Huck ¿crees que Hoss Williams nos oye hablar?

–Claro que sí. Al menos, nos oye su espíritu.

Tom, al poco rato:

–Ojalá hubiera dicho el señor Williams. Pero no fue con mala intención. Todo el mundo le llamaba Hoss.

–Hay que tener mucho ojo, en como se habla de esta gente difunta, Tom.

Esto era un jarro de agua fría y la conversación se extinguió otra vez. De pronto Tom asió del brazo a su compañero.

–¡Chist!…

–¿Qué pasa, Tom? – Y los dos se agarraron el uno al otro, con los corazones sobresaltados.

–¡Chitón!… ¡Otra vez! ¿No lo oyes?

Yo…

–¡Allí! ¿Lo oyes ahora?

–¡Dios mío, Tom, que vienen! Vienen, vienen de seguro. ¿Qué hacemos?

–No sé. ¿Crees que nos verán?

–Tom, ellos ven a oscuras, lo mismo que los gatos. ¡Ojalá no hubiera venido!

–No tengas miedo. No creo que se metan con nosotros. Ningún mal estamos haciendo. Si nos estamos muy quietos, puede ser que no se fijen.

Ya lo haré, Tom; pero ¡tengo un temblor!

–¡Escucha!

Los chicos estiraron los cuellos, con las cabezas juntas, casi sin respirar. Un apagado rumor de voces llegaba desde el otro extremo del cementerio.

–¡Mira! ¡Mira allí! – murmuró Tom-. ¿Qué es eso?

–Es un fuego fatuo. ¡Ay, Tom, qué miedo tengo!

Unas figuras indecisas se acercaban entre las sombras balanceando una antigua linterna de hojalata, que tachonaba el suelo con fugitivas manchas de luz. Huck murmuró, con un estremecimiento:

–Son los diablos, son ellos. ¡Tom, es nuestro fin! ¿Sabes rezar?

–Lo intentaré, pero no tengas miedo. No van a hacernos daño. «Acógeme, Señor, en tu seno…»

–¡Chist!

–¿Qué pasa, Huck?

–¡Son humanos! Por lo menos, uno. Uno tiene la voz de Muff Potter.

–No…; ¿es de veras?

–Le conozco muy bien. No te muevas ni hagas nada.