Dio éste un traspiés y se desplomó sobre Potter, cubriéndolo de sangre, y en aquel momento las nubes dejaron en sombra el horrendo espectáculo y los dos muchachos, aterrados, huyeron veloces en la oscuridad.

Poco después, cuando la luna alumbró de nuevo, Joe el Indio estaba en pie junto a los dos hombres caídos, contemplándolos. El doctor balbuceó unas palabras inarticuladas, dio una larga boqueada y se quedó inmóvil. El mestizo murmuró:

–Aquella cuenta ya está ajustada.

Después registró al muerto y le robó cuanto llevaba en los bolsillos, y en seguida colocó la navaja homicida en la mano derecha de Potter, que la tenía abierta, y se sentó sobre el féretro destrozado. Pasaron dos, tres, cuatro minutos y entonces Potter comenzó a removerse, gruñendo. Cerró la mano sobre la navaja, la levantó, la miró un instante y la dejó caer estremeciéndose. Después se sentó, empujando al cadáver lejos de sí y fijó en él los ojos, y luego miró alrededor aturdido. Sus ojos se encontraron con los de Joe.

–¡Cristo! ¿Cómo es esto, Joe? – dijo.

–Es un mal negocio -contestó Joe sin inmutarse-. ¿Para qué lo has hecho?

–¿Yo? ¡No he hecho tal cosa!

–¿Cómo? ¿Ahora sales con ésas?

Potter tembló y se puso pálido.

Yo creía que se me había pasado la borrachera. No debía haber bebido esta noche. Pero la tengo todavía en la cabeza…, peor que antes de venir aquí. No sé por dónde me ando; no me acuerdo casi de nada. Dime, Joe… palabra honrada, ¿lo hé hecho yo? Nunca tuve tal intención; te lo juro por la salvación de mi alma, Joe: no fue tal mi intención. Dime cómo ha sido. ¡Da espanto!… ¡Y él, tan joven, y que prometía tanto!

–Pues los dos andabais a golpes, y él te arreó uno con el tablón, y caíste despatarrado; y entonces vas y te levantas, dando tumbos y traspiés, y coges el cuchillo y se lo clavas, en el momento justo en que él te daba otro tablonazo más fuerte; y ahí te has estado, mismamente como muerto, desde entonces.

–¡Ay! ¡No sabía lo que me hacía! ¡Que me muera aquí mismo si me di cuenta! Fue todo cosa del whisky y del acaloramiento, me figuro. Nunca usé un arma en mi vida. He reñido, pero siempre sin armas. Todos pueden decirlo. Joe…, ¡Cállate, no digas nada! Dime que no has de decir nada. Siempre fui parcial por ti, Joe, y estuve de tu parte, ¿no te acuerdas? ¿No dirás nada? Y el mísero cayó de rodillas ante el desalmado asesino, suplicante, con las manos cruzadas.

–No; siempre te has portado derechamente conmigo, y no he de ir contra ti. Ya está dicho; no se me puede pedir más.

Joe, eres un ángel. Te he de bendecir por esto mientras viva -dijo Potter, rompiendo a llorar.

–Vamos, basta ya de gimoteos. No hay tiempo para andar en lloros. Tú te largas por ese camino y yo me voy por ese otro. Andando, pues, y no dejes señal detrás de ti por donde vayas.

Potter arrancó con un trote que pronto se convirtió en carrera. El mestizo le siguió con la vista, y murmuró entre dientes:

–Si está tan atolondrado con el golpe y tan atiborrado de la bebida como parece, no ha de acordarse de la navaja hasta que esté ya tan lejos de aquí que tenga miedo de volver a buscarla solo y en un sitio como éste…; ¡gallina!

Unos minutos después el cuerpo del hombre asesinado, el cadáver envuelto en la manta, el féretro sin tapa y la sepultura abierta sólo tenían por testigo la luna. La quietud y el silencio reinaban de nuevo.

CAPÍTULO X

Los dos muchachos corrían y corrían hacia el pueblo, mudos de espanto. De cuando en cuando volvían medrosamente la cabeza, como temiendo que los persiguieran. Cada tronco que aparecía ante ellos en su camino se les figuraba un hombre y un enemigo, y los dejaba sin aliento; y al pasar, veloces junto a algunas casitas aisladas cercanas al pueblo, el ladrar de los perros alarmados les ponía alas en los pies.

–¡Si lográramos llegar a la tenería antes de que no podamos ya más! – murmuró Tom, a retazos entrecortados, falto de aliento-. Ya no podré aguantar mucho.

El fatigoso jadear de Huck fue la única respuesta, y los muchachos fijaron los ojos en la meta de sus esperanzas, renovando sus esfuerzos para alcanzarla. Ya iban teniéndola cerca, y al fin, los dos a un tiempo, se precipitaron por la puerta y cayeron al suelo, gozosos y extenuados, entre las sombras protectoras del interior.