Acabado el desayuno, tía Polly reunió a la familia para las prácticas religiosas, las cuales empezaron por una plegaria construida, desde el cimiento hasta arriba, con sólidas hiladas de citas bíblicas, trabadas con un débil mortero de originalidad; y desde su cúspide, como desde un Sinaí, recitó un adusto capítulo de la ley mosaica.
Tom se apretó los calzones, por así decirlo, y se puso a trabajar para «aprenderse sus versículos». Sid se los sabía ya desde días antes. Tom reconcentró todas sus energías para grabar en su memoria cinco nada más, y escogió un trozo del Sermón de la Montaña porque no pudo encontrar otros versículos que fueran tan cortos.
Al cabo de media hora tenía una idea vaga y general de la lección, pero nada más, porque su mente estaba revoloteando por todas las esferas del pensamiento humano y sus manos ocupadas en absorbentes y recreativas tareas. Mary le cogió el libro para tomarle la lección, y él trató de hacer camino entre la niebla.
–Bienaventurados los… los…
–Pobres…
–Sí, pobres; bienaventurados los pobres de…, de…
–Espíritu…
–De espíritu; bienaventurados los pobres de espíritu, porque ellos… ellos…
–De ellos…
–Porque de ellos… Bienaventurados los pobres de espíritu porque de ellos…, será el reino de los cielos. Bienaventurados los que lloran, porque ellos… porque ellos…
–Re…
–Porque ellos re…
–Reci…
–Porque ellos reci… ¡No sé lo que sigue!
–Recibirán…
–¡Ah! Porque ellos recibirán…, recibirán… los que lloran. Bienaventurados los que recibirán, porque ellos… llorarán, porque recibirán… ¿Qué recibirán? ¿Por qué no me lo dices, Mary? ¿Por qué eres tan tacaña?
–¡Ay, Tom, simple! No creas que es por hacerte rabiar. No soy capaz. Tienes que volver a estudiarlo. No te apures, Tom: ya verás cómo lo aprendes; y si te lo sabes, te voy a dar una cosa preciosa. ¡Anda!, a ver si eres bueno.
–Bien; pues dime lo que me vas a dar, Mary. ¡Dime lo que es!
–Eso no importa, Tom. Ya sabes que cuando prometo algo es verdad.
–Te creo, Mary. Voy a darle otra mano.
Y se la dio; y bajo la doble presión de la curiosidad y de la prometida ganancia, lo hizo con tal ánimo que tuvo un éxito deslumbrador. Mary le dio una flamante navaja «Barlow» que valía doce centavos y medio; y las convulsiones de deleite que corrieron por su organismo lo conmovieron hasta los cimientos. Verdad es que la navaja era incapaz de cortar cosa alguna; pero era una «Barlow» de las «de verdad», y en eso había imponderable grandiosidad… aunque de dónde sacarían la idea los muchachos del Oeste de que tal arma pudiera llegar a ser falsificada con menoscabo para ella, es un grave misterio y quizá lo será siempre. Tom logró hacer algunos cortes en el aparador, y se preparaba a empezar con la mesa de escribir, cuando le llamaron para vestirse y asistir a la escuela dominical.
Mary le dio una jofaina de estaño y un trozo de jabón, y él salió fuera de la puerta y puso la jofaina en un banquillo que allí había; después mojó el jabón en el agua y lo colocó sobre el banco; se remangó los brazos, vertió suavemente el agua en el suelo, y en seguida entró en la cocina y empezó a restregarse vigorosamente con la toalla que estaba tras de la puerta. Pero Mary se la quitó y le dijo:
–¿No te da vergüenza, Tom? No seas tan malo. No tengas miedo al agua.
Tom se quedó un tanto desconcertado. Llenaron de nuevo la jofaina, y esta vez Tom se inclinó sobre ella, sin acabar de decidirse; reuniendo ánimos, hizo una profunda aspiración, y empezó. Cuando entró a poco en la cocina, con los ojos cerrados, buscando a tientas la toalla, un honroso testimonio de agua y burbujas de jabón le corría por la cara y goteaba en el suelo. Pero cuando salió la luz de entre la toalla aún no estaba aceptable, pues el territorio limpio terminaba de pronto en la barbilla y las mandíbulas, como un antifaz y más allá de esa línea había una oscura extensión de terreno de secano que corría hacia abajo por el frente y hacia atrás, dando la vuelta al pescuezo. Mary le cogió por su cuenta, y cuando acabó con él era un hombre nuevo y un semejante, sin distinción de color, y el pelo empapado estaba cuidadosamente cepillado, y sus cortos rizos ordenados para producir un general efecto simétrico y coquetón (a solas, se alisaba los rizos con gran dificultad y trabajo, y se dejaba el pelo pegado a la cabeza, porque tenía los rizos por cosa afeminada y los suyos le amargaban la existencia). Mary sacó después un traje que Tom sólo se había puesto los domingos, durante dos años. Le llamaban «el otro traje», y por ello podemos deducir lo sucinto de su guardarropa. La muchacha «le dio un repaso» después que él se hubo vestido; le abotonó la chaqueta hasta la barbilla, le volvió el ancho cuello de la camisa sobre los hombros, le coronó la cabeza, después de cepillarlo, con un sombrero de paja moteado. Parecía, después, mejorado y atrozmente incómodo; y no lo estaba menos de lo que parecía, pues había en el traje completo y en la limpieza una sujeción y entorpecimiento que le atormentaban. Tenía la esperanza de que Mary no se acordaría de los zapatos, pero resultó fallida; se los untó concienzudamente con una capa de sebo, según era el uso, y se los presentó. Tom perdió la paciencia, y protestó; de que siempre le obligaban a hacer lo que no quería. Pero Mary le dijo, persuasiva:
–Anda, Tom; sé un buen chico.
Y Tom se los puso, gruñendo. Mary se arregló en seguida, y los tres niños marcharon a la escuela dominical, lugar que Tom aborrecía con toda su alma; pero a Sid y a Mary les gustaba.
Las horas de esa escuela eran de nueve a diez y media, y después seguía el oficio religioso.
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