Tarzán dirigió la canoa a través del oleaje, rumbo al punto de tierra firme más próximo, para esperar allí la llegada del alba.

La embarcación se inclinó de costado en el momento en que la parte de proa de la quilla tocó la arena, volcó instantáneamente y toda la dotación se lanzó a lo loco hacia la orilla. La siguiente ola los lanzó de un lado para otro, pero todos acabaron por llegar sanos y salvos, nadando o arrastrándose, a la seguridad de la tierra firme. Unos segundos después, la marea impulsó la canoa hasta la playa y la arrojó sobre la arena, junto a ellos.

Los simios se pasaron el resto de la noche acurrucados uno contra otro para darse calor mutuamente, Mugambi encendió una fogata cerca de los antropoides, en el punto donde se arracimaban, y se acurrucó ante las llamas. Tarzán y Sheets, sin embargo, tenían otros planes.

A ninguno de los dos les asustaba la selva nocturna y como quiera que el hambre no cesaba de disparar ramalazos que sacudían el estómago dolorosa y continuamente, optaron por adentrarse en las tinieblas estigias del bosque, a la búsqueda de alguna nutritiva presa.

Por los trechos en los que había suficiente espacio caminaban uno al lado del otro. Cuando no era así, iban en fila india, turnándose en cabeza. Fue Tarzán el primero en percibir el olor de la carne -un búfalo cafre macho- y, de inmediato, hombre y pantera se fueron acercando furtivamente al enorme bóvido que dormitaba en la espesura de un cañaveral, a la orilla de un río.

Se aproximaron poco a poco al desprevenido animal. Sheeta por su derecha, Tarzán por la izquierda, el lado del corazón. Llevaban una temporada cazando juntos, de forma que trabajaban sincronizados. Intercambiaban señas mediante ronroneos bajos y apagados.

Permanecieron unos segundos inmóviles y silenciosos junto a la presa. Luego, a una indicación del hombre-mono, Sheeta saltó sobre el enorme lomo del búfalo y le hundió los fuertes dientes en el cuello. Automáticamente, el animal se puso en pie, al tiempo que soltaba un mugido de furia y dolor. Y en ese mismo instante, Tarzán lanzó su ataque por el lado izquierdo y el cuchillo de piedra se hundió repetida mente en el cuerpo del búfalo, por detrás del brazuelo.

Una mano de Tarzán se aferró a la crin del bóvido, que emprendió una carrera frenética por el cañaveral; enloquecido, arrastró en su huida a lo que le estaba arrancando la vida. Sheeta se aferraba tenazmente al lomo y el cuello del búfalo, mientras hundía sus colmillos a la mayor profundidad que le era posible, en un esfuerzo para llegar a la columna vertebral.

A lo largo de varios centenares de metros, el exasperado búfalo cafre llevó sobre sí a sus dos feroces enemigos, hasta que la pétrea hoja encontró su corazón y, con un postrer mugido, que pareció medio grito humano, se desplomó de bruces contra el suelo. Tarzán y Sheeta, entonces, se dieron un banquete.

Luego de la opípara cena, se acurrucaron juntos entre la maleza de un bosquecillo, la morena cabeza de Tarzán sobre el rojizo costado de la pantera, como si fuera una almohada. Se despertaron poco después de la aparición de la aurora, desayunaron a gusto y, a continuación, regresaron a la playa para que Tarzán condujese a la partida hasta donde había quedado el resto del búfalo.

Cuando acabaron de comer, a los simios y a la pantera les entró la modorra y se echaron a dormir, de modo que Tarzán y Mugambi se pusieron en marcha para localizar el río Ugambi. Apenas habrían recorrido cien metros cuando llegaron repentinamente a una ancha corriente fluvial que el negro identificó al instante como el río por el que sus guerreros y él descendieron hasta el mar, en el que continuaron su desdichada expedición.

Ambos hombres siguieron corriente abajo y al llegar al océano comprobaron que el río desembocaba en una bahía situada a menos de kilómetro y medio del punto de la playa donde la noche antes la marea había arrojado a la canoa.

Aquel descubrimiento llenó de euforia a Tarzán, puesto que no ignoraba que en las cercanías de una corriente caudalosa siempre habría algún poblado indígena y no albergaba la menor duda de que a través de los habitantes del mismo obtendría noticias de Rokoff y del niño. Estaba razonablemente seguro de que el ruso, después de quitarse de en medio a Tarzán se habría apresurado a desembarazarse de la criatura cuanto antes.

Entre Mugambi y él enderezaron la canoa y la botaron de nuevo al mar, tarea que constituyó una hazaña casi titánica, dada la violencia con que el oleaje rompía contra la playa, azotándola incesantemente. Pero al final lo consiguieron y no tardaron en estar remando en paralelo a la costa, rumbo a la desembocadura del Ugambi. Les costó un esfuerzo enorme vencer las fuerzas combinadas de la corriente del río y la marea del océano, pero se las arreglaron para entrar en el Ugambi aprovechando hábilmente el impulso de los remolinos que se formaban cerca de la ribera. Accionando las palas, contra corriente, al anochecer llegaban a un punto situado a la altura del lugar donde habían dejado a la cuadrilla entregada al sueño.

Tarzán amarró la canoa a una rama que sobresalía por encima del río y luego los dos hombres se adentraron por la selva y no tardaron en tropezarse con un grupito de monos que comían frutos un poco más allá del cañaveral donde Tarzán y Sheeta mataron al búfalo. La pantera no andaba por allí y tampoco se dejó ver en toda la noche. Tarzán pensó que habría salido en busca de algún compañero de su misma especie.

A primera hora de la mañana siguiente, Tarzán condujo a su cuadrilla río abajo y, durante la marcha, lanzó al aire una serie de agudos alaridos. Al final, débil y procedente de una gran distancia, llegó la respuesta a sus gritos y, media hora después, la flexible figura de Sheeta aterrizó con ágil salto a la vista de los demás miembros de la partida, que subían a la canoa con todas las precauciones del mundo.

Arqueado el lomo y ronroneando como un gatito feliz, el enorme felino se frotó los costados contra el hombre-mono y luego, a una orden de éste, fue a ocupar el sitio que desde el día anterior tenía asignado en la proa de la embarcación.

Cuando todos estuvieron a bordo se descubrió que faltaban dos súbditos de Akut, y aunque tanto el rey de la tribu como Tarzán se pasaron casi una hora llamándolos a voz en cuello, no obtuvieron respuesta y, por último, la canoa partió sin ellos. Como se daba la circunstancia de que los desaparecidos eran precisamente los dos simios que se habían mostrado más reacios a acompañarlos en la expedición y abandonar la isla, y los que habían manifestado más miedo durante la travesía, Tarzán tuvo la plena certeza de que su deserción era voluntaria, que se habían alejado adrede para no subir a la canoa.

Cuando poco después del mediodía los navegantes fluviales se acercaron a la orilla, con ánimo de echar pie a tierra y buscar algo que comer, un esbelto salvaje desnudo los observó desde el otro lado de la tupida pantalla que alzaba la vegetación junto a la margen del río. Al cabo de unos instantes, el espía se fundió con la maleza y desapareció corriente arriba, antes de que ninguno de los tripulantes de la canoa descubriera su presencia.

Se alejó saltando como un venado por un estrecho sendero y poco después, excitadísimo a causa de la noticia de que era portador, irrumpió en una aldea indígena sita a varios kilómetros de distancia del sitio donde Tarzán y su partida hicieron un alto para cazar.

–¡Ha llegado otro hombre blanco! – anunció el salvaje al jefe sentado en cuclillas ante la entrada de su choza circular-. Otro hombre blanco, acompañado de muchos guerreros. Ha venido en una gran canoa de guerra para matar y robar como hizo el de la barba negra que acaba de dejarnos.

Kaviri se puso en pie de un salto. Había saboreado recientemente la medicina del hombre blanco y su corazón salvaje rebosaba amargura y odio. Segundos después, el redoble de los tambores de guerra empezó a difundirse desde la aldea, llamando a los cazadores de la floresta y a los labradores de los campos de cultivo.

Se botaron siete canoas de guerra, a cuyos remos se pusieron tripulantes adornados con plumas y pinturas de guerra. Largos venablos sobresalían de las embarcaciones mientras éstas se deslizaban silenciosamente por la superficie, impulsadas por músculos poderosos que el esfuerzo henchía bajo la piel de ébano.

Había dejado de resonar el tam tam de los tambores y tampoco atravesaban el aire las notas de los cuernos, porque Kaviri era un guerrero experto y no tenía la menor intención de correr riesgos, si podía evitarlo.