No tardó en resultarle evidente que, aunque se esforzara al máximo, todo su denuedo era inútil frente a la agilidad y el poderío sobrehumano de aquella criatura que no tardó en encontrar su garganta y derribarlo sobre el fondo de la canoa.

A Kaviri empezó a darle vueltas la cabeza -las cosas se tornaron confusas y borrosas ante sus ojos-y notó un dolor agudo en el pecho mientras jadeaba penosamente para recuperar el aliento de la vida que lo que tenía encima le estaba arrebatando para siempre. Luego perdió el conocimiento.

Al abrir de nuevo los ojos descubrió, con gran sorpresa, que no estaba muerto. Yacía fuertemente ligado en el fondo de su propia canoa. Una impresionante pantera, sentada sobre sus cuartos traseros, no le quitaba ojo.

Kaviri se estremeció, volvió a cerrar los párpados, convencido de que aquella feroz criatura iba a abalanzarse sobre él de un momento a otro y lo arrancaría definitivamente de la angustia de aquel terror.

Al cabo de un momento, en vista de que los despedazadores colmillos no desgarraban su cuerpo tembloroso, se aventuró a abrir otra vez los ojos. Un poco más allá de la pantera vio arrodillado al gigante blanco que le había vencido.

El hombre manejaba un remo e, inmediatamente detrás de él, Kaviri vio a varios de sus guerreros remando también de forma parecida a como lo hacía el hombre blanco. Y un poco más allá varios de aquellos monos peludos estaban sentados en cuclillas.

Al ver que el prisionero había recuperado el sentido, Tarzán se dirigió a él.

–Tus guerreros me han dicho que eres el jefe de un pueblo numeroso y que te llamas Kaviri. – Sí -confirmó el negro.

–¿Por qué me atacaste? Vine en son de paz.

–Otro hombre blanco vino también «en son de paz» hace tres lunas -repuso Kaviri- y después de que le regaláramos una cabra, mandioca y leche, nos apuntó con sus armas de fuego y mató a muchos miembros de mi pueblo. Luego se llevó todas nuestras cabras y a muchos de nuestros jóvenes, hombres y mujeres.

–Yo no soy ese otro hombre blanco -replicó Tarzán-. No te hubiera causado el menor daño de no haberme atacado tú. Háblame de ese individuo, ¿qué aspecto tenía la cara de ese mal hombre? Ando a la búsqueda de uno que me ha afrentado. Es posible que se trate de la misma persona.

–Era un hombre de rostro vil, cubierto por una gran barba negra. Un hombre perverso, muy perverso… Sí, realmente malvado.

–¿Llevaba consigo un niño blanco? – preguntó Tarzán, y su corazón casi dejó de latir mientras esperaba la respuesta del indígena.

–No, bwana -contestó Kaviri-, el niño blanco no iba con ese hombre… Estaba en la otra partida.

–¡Otra partida! – exclamó Tarzán-. ¿Qué otra partida?

–La que iba persiguiendo el hombre blanco muy malvado. La formaban un hombre, una mujer y un niño, todos blancos, y seis porteadores mosulas. Pasaron río arriba tres días antes de que apareciese el hombre blanco muy malvado. Creo que huían de él.

. ¿Un hombre, una mujer y un niño blanco? Tarzán estaba perplejo. El niño debía de ser su pequeño Jack, pero ¿quién podía ser la mujer?… ¿Y quién podía ser el hombre? ¿Cabía la posibilidad de que uno de los cómplices de Rokoff se hubiese puesto de acuerdo con alguna mujer -una mujer que estuviese conjurada con el ruso- para quitarle el niño a Rokoff?

Si ese era el caso, sin duda tenían el propósito de regresar a la civilización con el niño, dispuestos a pedir una recompensa o a seguir reteniendo a Jack hasta que obtuvieran un rescate a cambio de liberar al pequeño.

Pero ahora que Rokoff los había localizado y los perseguía Ugambi arriba, hacia el interior del continente, era casi seguro que tarde o temprano iba a alcanzarlos, a menos que los caníbales de la zona alta del río se le adelantasen, capturaran a la partida y mataran a sus integrantes. Precisamente los caníbales a los que Rokoff -de eso estaba convencido Tarzán- pretendía entregar el niño.

Mientras hablaba con Kaviri, las canoas seguían avanzando río arriba, hacia el poblado del jefe negro. En las tres, los guerreros de Kaviri accionaban los remos, al tiempo que lanzaban empavorecidas miradas de soslayo a sus aterradores pasajeros.

En la escaramuza habían muerto tres de los monos de Akut, pero quedaban vivos ocho, contando a Akut, y luego estaban Sheeta, la pantera, Tarzán y Mugambi.

Los guerreros de Kaviri pensaban que en su vida habían visto una tripulación más aterradora que aquella. Todos temían que en cualquier momento algunas de tales fieras se abalanzarían sobre ellos y los despedazarían.

Lo cierto era que todos los esfuerzos de Tarzán, Mugambi y Akut apenas eran suficientes para evitar que aquellas bestias gruñonas y perversas por naturaleza la emprendiesen con los negros de reluciente cuerpo desnudo que les rozaban al mover los remos y cuyo miedo era un adicional aliciente provocador para los antropoides.

En el campamento de Kaviri, Tarzán se detuvo sólo el tiempo preciso para tomar los alimentos que le suministraron los negros y llegar a un acuerdo con el jefe, al que pidió una docena de remeros que impulsaran la canoa.

Con tal de que el hombre-mono se marchara de allí cuanto antes, desapareciendo con su espeluznante tripulación, Kaviri accedió de mil amores a cuantas peticiones le hizo Tarzán. Sin embargo, una cosa era prometer y otra muy distinta persuadir a sus súbditos de que debían colaborar: en cuanto tuvieron noticia de las intenciones del jefe, los que no habían huido a la selva se apresuraron a hacerlo sin perder un segundo, de modo que, cuando Kaviri volvió al lugar donde debían encontrarse los destinados a acompañar a Tarzán, el jefe negro se encontró con que el único miembro de la tribu que quedaba en la aldea era él.

Tarzán no pudo contener la sonrisa.

–Parece que no les entusiasma la idea de acompañarnos -comentó-, pero quédate aquí quieto, Kaviri, y no tardarás en ver cómo tu pueblo vuelve en tropel a tu lado.

El hombre-mono se levantó, convocó a sus huestes, ordenó a Mugambi que permaneciese junto a Kaviri y luego desapareció en la jungla, con Sheeta y los monos pisándole los talones.

Durante media hora, el silencio de la ominosa selva sólo se vio quebrantado por los rumores normales de la vida que se desarrollaba allí, pequeños ruidos que aumentaban todavía más su abrumadora soledad. Kaviri y Mugambi aguardaron solos en el interior de la empalizada de la aldea.

Al cabo de un momento se oyó un alarido sobrecogedor, que llegaba de muy lejos, en el que Mugambi reconoció el grito de desafío del hombre-mono. De inmediato, en distintos puntos del horizonte vegetal se elevó un horroroso semicírculo de aullidos y chillidos, subrayado de vez en cuando por el escalofriante rugido de una pantera hambrienta.

VII

Traicionado

Los dos indígenas, Kaviri y Mugambi, sentados ante la entrada de la choza del jefe de la aldea, intercambiaron una mirada… En los ojos de Kaviri había una mal disimulada expresión de alarma.

–¿,Qué es eso? – musitó.

Bwana Tarzán y su hueste -respondió Mugambi-. Pero no sé qué están haciendo, a menos que se dediquen a devorar a los hombres de tu tribu que huyeron de aquí.

Un escalofrío sacudió a Kaviri y sus ojos se desviaron hacia la jungla. En toda su larga vida en aquella floresta silvestre era la primera vez que oía aquel clamoreo terrible y sobrecogedor.

El estruendo fue acercándose paulatinamente, y en él se mezclaban de vez en cuando aterradores gritos de hombres, mujeres y niños. Durante veinte largos minutos se mantuvo aquel concierto de chillidos que helaban la sangre, hasta que parecieron sonar a un tiro de piedra de la estacada del poblado. Kaviri se incorporó, presto para emprender la huida, pero Mugambi le agarró y le retuvo allí, ya que tal había sido la orden que le dio Tarzán.

Instantes después salió de la jungla una masa de aterrorizados indígenas, que volaron a refugiarse dentro de sus chozas. Corrían como ovejas asustadas y tras ellos, acuciándolos como un par de pastores pudieran dirigir su rebaño, aparecieron Tarzán, Sheeta y los intimidadores simios de Akut.

Pronto estuvo Tarzán ante Kaviri. La acostumbrada y tranquila sonrisa curvaba los labios del hombre-mono.

–Tu pueblo ha vuelto, hermano -dijo-, y ahora puedes seleccionar a los que van a acompañarme a los remos de mi canoa.

Tembloroso e inseguro, Kaviri se puso en pie y llamó a su gente, ordenándoles que salieran de las chozas.