De que era así daba fe el aullido salvaje que de vez en cuando soltaba alguno de ellos, el grito que suelen lanzar los guerreros para infundirse ánimos en el campo de batalla.
Sin embargo, al final, los primeros que entraron fueron dos hombres blancos, con antorchas y fusiles. A Tarzán no le extrañó lo más mínimo que ninguno de ellos fuese Rokoff. Hubiera apostado el alma a que ningún poder terrenal habría persuadido al cobarde ruso de plantar cara a la amenaza desconocida que se albergaba en la choza.
Cuando los indígenas comprobaron que nadie atacaba a los hombres blancos, se aglomeraron también en el interior y comentaron en voz baja, apagada por el terror, la impresión que les producía el cadáver mutilado de su compañero. Los blancos trataron infructuosamente de arrancar a Tarzán una explicación de lo sucedido. A sus preguntas, el hombre-mono respondió moviendo la cabeza negativamente, con una hosca sonrisa de suficiencia ondulando en sus labios.
Por último se presentó Rokoff.
El rostro se tomó blanco como la leche cuando sus ojos descendieron sobre el cadáver ensangrentado, que desde el suelo parecía dedicarle una mueca de horror espeluznante.
–¡Venga! – se dirigió al jefe-. Sigamos con lo nuestro y acabemos con este demonio antes de que tenga la oportunidad de repetir esto con algún otro miembro de tu pueblo.
El jefe ordenó que levantaran en peso a Tarzán y lo llevaran al poste; pero transcurrieron varios minutos antes de que pudiera imponerse a sus hombres y convencerlos para que tocasen al prisionero.
Al final, sin embargo, entre cuatro de los guerreros más jóvenes sacaron a Tarzán de la choza, a rastras, y una vez al aire libre, el manto del pánico pareció dejar de cubrir el corazón de los negros.
Una veintena de indígenas ululantes se entregaron con entusiasmo a la tarea de golpear y empujar al prisionero por la calle de la aldea, hasta el poste colocado en el centro del círculo de fogatas y calderos en los que hervía el agua.
Una vez lo tuvieron fuertemente amarrado, en la más absoluta incapacidad según todos los indicios, y sin la menor esperanza de ayuda, las reducidas existencias de valor que tenía Rokoff parecieron multiplicarse como por arte de magia y el ruso sacó pecho, como solía hacer cuando no había ningún peligro por las cercanías.
Se fue hasta Tarzán, tomó el venablo que empuñaba uno de los indígenas y realizó la proeza de ser el primero en herir al indefenso hombre-mono. Un hilillo de sangre se deslizó por la lisa piel del gigante, descendiendo desde la abierta herida del costado, pero sus labios no exhalaron el más leve murmullo de dolor.
La sonrisa de desprecio que decoró su semblante enfureció al ruso. Profirió una sarta de juramentos y empezó a golpear al inmovilizado prisionero, propinándole una serie de salvajes puñetazos en el rostro y una lluvia de bárbaros puntapiés en las espinillas.
Después enarboló el venablo, dispuesto a atravesar el corazón de Tarzán de los Monos, que continuaba sonriéndole desdeñosamente.
Antes de que Rokoff tuviese tiempo de hundir el arma en el pecho de Tarzán, el jefe de la aldea se levantó como impulsado por un resorte y apartó al ruso de su víctima.
–¡Alto, hombre blanco! – gritó-. Si nos arrebatas a este prisionero y nos privas de nuestra danza de la muerte, es posible que ocupes tú su lugar.
La amenaza resultó efectiva a todo serlo y al ruso se le quitaron las ganas de seguir martirizando al prisionero, aunque, a cierta distancia, continuó dedicando pullas e improperios a Tarzán. Dijo que él mismo se comería el corazón del hombre-mono. Se extendió acerca de los horrorosos tormentos que sufriría en el futuro el hijo de Tarzán y manifestó que su venganza alcanzaría también a Jane Clayton.
–Crees que tu esposa se encuentra sana y salva en Inglaterra -silabeó Rokoff-. ¡Pobre imbécil! En este preciso instante se encuentra en poder de un hombre indecente e innoble por naturaleza, y desde luego a mucha distancia de Londres y de la protección de sus amigos. No tenía intención de decírtelo hasta que pudiese llevarte a la Isla de la Selva las pruebas del destino que la esperaba.
»Pero ahora que estás a punto de sufrir la muerte más inconcebiblemente espantosa que pueda administrarse a un hombre blanco, permíteme anunciarte los sufrimientos que le aguardan a tu esposa, para aumentar así los suplicios que vas a padecer antes de que el último venablo te libere de tu martirio.
Empezó entonces la danza y los gritos de los guerreros, que habían iniciado sus giros alrededor del poste, sofocaron todos los intentos que hacía Rokoff para angustiar más a su víctima.
Los saltarines salvajes, sobre cuyos cuerpos pintados titilaban los resplandores de las llamas de las fogatas, daban vueltas en tomo al hombre blanco atado al poste.
En la memoria de Tarzán cobró vida una escena semejante, la que se había desarrollado cuando rescató a D'Arnot de idéntico sufrimiento, en el último segundo, en el instante en que la lanza definitiva iba a salir disparada para acabar con los padecimientos del teniente. ¿Quién acudiría ahora a rescatarle a él? En toda la faz de la tierra no había nadie que pudiera salvarle de la tortura y la muerte.
La idea de que aquellos diablos humanos le devorasen una vez dieran por concluida la danza no le produjo a Tarzán horror ni disgusto alguno. Tampoco añadía ningún sufrimiento adicional, como le hubiese ocurrido a un hombre blanco normal, porque a lo largo de toda su vida Tarzán había visto a las fieras de la selva devorar la carne de las piezas que cazaban.
¿No había peleado él mismo para hacerse con el nada agradable antebrazo de un simio colosal en el curso de aquel antiguo Dum Dum, cuando acabó con la vida del feroz Tublat y obtuvo su hornacina en el respeto de los monos de Kerchak?
Los danzarines saltaban ahora más cerca de Tarzán. Los venablos empezaban a encontrar su cuerpo con el prólogo de unos pinchazos a los que seguiría un alanceamiento más serio.
Aquello no duraría mucho. El hombre-mono anhelaba ya el último golpe de lanza que pondría fin a su angustia.
Y entonces, a lo lejos, en los laberintos profundos y enigmáticos de la jungla, resonó un rugido agudo y destemplado.
Los bailarines interrumpieron su danza unos segundos, y en medio del silencio de ese intervalo, de entre los labios del hombre blanco amarrado al poste brotó la respuesta de un alarido aún más terrible y pavoroso que el que había emitido la fiera en la selva.
Titubearon los negros; luego, apremiados por su jefe y por Rokoff, se precipitaron hacia adelante para concluir la danza y rematar a la víctima. Pero antes de que la punta de otro venablo llegase a tocar la morena piel del hombre-mono, un rayo de color rojizo y verdes pupilas que irradiaban tanta ferocidad como odio surgió por el hueco de la puerta de la choza en que Tarzán estuvo prisionero y en cuestión de segundos Sheeta, la pantera, estuvo erguida, rugiente, al lado de su amo y señor.
Negros y blancos se quedaron instantáneamente paralizados por el terror; con los ojos fijos en los desnudos colmillos del felino de la jungla.
Sólo Tarzán vio a los otros seres que emergían del oscuro interior de la choza.
IX
¿Nobleza o villanía?
Desde la portilla de su camarote a bordo del Kincaid, Jane Clayton vio cómo se llevaban en un bote a su marido hacia la playa de aquella Isla de la Selva cubierta de vegetación. Luego, el buque reanudó su travesía.
Durante varios días, la única persona a la que vio lady Greystoke fue Sven Anderssen, el taciturno y repelente cocinero del barco. Le preguntó el nombre del lugar en el que habían desembarcado a su marido.
–Craio qui pronto tindrimos incema un vindaval de mail dimoneos -respondió el sueco, y eso fue todo lo que la mujer pudo sacarle.
Jane había llegado a la conclusión de que lo único que el hombre sabía decir en inglés era eso, que pronto iban a tener encima un vendaval de mil demonios, así que dejó de incordiarle con la petición de ulteriores datos. Aunque nunca se olvidó de dirigirse a él con amabilidad ni de darle las gracias por la espantosa y nauseabunda bazofia que le llevaba.
Tres jornadas después del día en que abandonaron a Tarzán, el Kincaid ancló frente a la desembocadura de un gran río. Rokoff se presentó entonces en el camarote de Jane Clayton.
–Ya hemos llegado, querida -acompañó su anuncio con una mirada rebosante de malévolo sarcasmo-. Vengo a ofrecerle salvación, libertad y alivio. Me siento conmovido y lleno de arrepentimiento por lo que la he hecho sufrir y quisiera reparar el daño causado lo mejor que me sea posible.
»Su esposo era un salvaje… Usted lo sabe mejor que nadie, ya que lo encontró desnudo en la selva, entregado a una existencia silvestre y alternando con las fieras salvajes que eran sus compañeras. Ahora bien, yo soy un caballero, no sólo de sangre noble, sino que, además, mi educación es la propia de una persona de la clase alta.
»Le ofrezco, mi querida Jane, el amor de un hombre cultivado, así como la relación íntima con alguien instruido y refinado. Lo cual es algo que sin duda ha echado usted de menos durante su convivencia con el pobre simio al que sin duda otorgó usted su mano en un arrebato infantil, impulsada tal vez por un encaprichamiento producto de su ingenuidad. La quiero, Jane. No tiene usted más que pronunciar el sí y se le habrán acabado todas las tribulaciones… Incluso recuperará a su hijo de inmediato, completamente ileso.
Ante la cerrada puerta, Sven Anderssen hizo una pausa con el almuerzo que llevaba para lady Greystoke. En el extremo de su larguirucho y enjuto cuello, la cabeza permanecía ladeada, los párpados se entrecerraban sobre los ojos y las orejas, tan elocuente era su actitud de espía subrepticio que no se pierde ripio, daban la impresión de estar inclinadas hacia adelante… Hasta su largo y desparramado bigote amarillento parecía asumir un aire de astucia sigilosa.
Cuando Rokoff culminó su declaración de amor y pasó a esperar la respuesta que solicitaba, la expresión del semblante de Jane Clayton, que empezó siendo de sorpresa, se trocó en auténtico gesto de repugnancia. Se estremeció asqueada ante las mismas narices de aquel individuo.
–No me habría extrañado lo más mínimo, señor Rokoff-dijo-, que hubiese intentado usted someterme por la fuerza a sus diabólicos deseos, pero me asombra que sea tan petulante como para suponer, por un segundo, que yo, esposa de John Clayton, podría caer voluntariamente en sus brazos, ni siquiera para salvar la vida.
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