Así, el Kincaid parecía dispuesto a poner de nuevo a Jane Clayton en manos de sus enemigos.
Por otra parte, sucedió que cuando Tarzán se zambulló en el río, el Kincaid no estaba al alcance de su vista y, mientras nadaba envuelto en la oscuridad de la noche, no tenía la menor idea de que el buque se encontrara a la deriva a escasos metros de él. Se guió por los sonidos que le llegaban procedentes de las dos canoas.
Mientras nadaba, a la memoria de Tarzán acudió con toda su cruda viveza el recuerdo de la última vez que se lanzó a las aguas del Ugambi y un escalofrío recorrió de pies a cabeza su gigantesco cuerpo.
Pero aunque en dos ocasiones algo situado en el fangoso lecho del río rozó sus piernas, ninguna criatura acuática le prendió y, de súbito, se olvidó de todo lo referente a cocodrilos cuando ante sus sorprendidos ojos surgió una mole oscura, donde sólo esperaba ver espacio abierto.
Tan cerca estaba aquella masa negra que sólo unas cuantas brazadas le llevaron hasta ella. Con desconcertado pasmo, su mano extendida tocó el costado del buque.
Cuando el ágil hombre-mono franqueó la barandilla de la cubierta, a sus sensibles oídos llegó la zarabanda de una pelea que se desarrollaba en la parte opuesta del barco.
Tarzán cruzó veloz y silenciosamente el espacio que le separaba del escenario del combate.
Había aparecido la luna y aunque el cielo continuaba sembrado de nubes, la oscuridad que envolvía el cuadro era bastante menos intensa que al principio de la noche, cuando la cortina de tinieblas resultaba impenetrable para la vista. Los agudos ojos de Tarzán, por lo tanto, distinguieron las figuras de dos hombres que luchaban a brazo partido con una mujer.
El hombre-mono ignoraba que fuese la misma mujer que había acompañado a Anderssen tierra adentro, aunque supuso que cabía tal posibilidad cuando empezó a tener la certeza de que el azar le había llevado a la cubierta del Kincaid.
Sin embargo, no perdió tiempo en especulaciones ociosas. Una mujer se encontraba en peligro, atacada por dos facinerosos, lo cual constituía motivo suficiente para que el hombre-mono hiciera intervenir en el conflicto a sus poderosos músculos, sin entretenerse en ulteriores averiguaciones.
La primera noticia que los dos tripulantes del Kincaid tuvieron de que un nuevo combatiente se encontraba en el buque se la proporcionó una mano de hierro que cayó pesadamente sobre el hombro de cada uno de ambos individuos. Como si los hubiera cogido en su engranaje el volante de una máquina de vapor, los dos hombres se vieron arrancados bruscamente de su presa.
–¿Qué significa esto? – preguntó una ominosa voz en tono bajo.
No tuvieron tiempo de contestarle, sin embargo, porque, al oír aquella voz, la mujer se puso en pie de un salto y al tiempo que emitía un grito de júbilo se precipitaba hacia el atacante de los marineros.
–¡Tarzán! – saludó Jane.
El hombre-mono arrojó a los dos individuos contra la cubierta, por lo que rodaron, aturdidos y llenos de terror, hasta los imbornales de desagüe del lado opuesto. Con una exclamación de incredulidad, Tarzán acogió en sus brazos a la muchacha.
No obstante, dispusieron de muy poco tiempo para dedicarlo a la alegría del encuentro.
Apenas se habían reconocido el uno al otro, cuando las nubes que poblaban el cielo se separaron para aclarar un poco la oscuridad y mostrar las figuras de media docena de hombres que franquearon la borda del Kincaid y saltaron a la cubierta.
El ruso encabezaba la pandilla. Cuando los brillantes rayos de la luna ecuatorial lanzaron su claridad sobre la cubierta del buque y Rokoff comprobó que el hombre que tenía frente a sí era lord Greystoke, se apresuró a lanzar órdenes histéricas a sus secuaces, conminándoles a que abatiesen a tiros a la pareja.
Tarzán empujó a Jane hacia la puerta del camarote que tenían al lado y con rápido brinco se precipitó hacia Rokoff. Los hombres que se encontraban detrás del ruso, al menos dos de ellos, se echaron el rifle a la cara y dispararon sobre el hombre-mono lanzado al ataque. Pero los que se hallaban a espaldas de ellos tenían otro compromiso más peliagudo: por la escala situada a su retaguardia subía una horda espantosa.
Llegaron primero cinco simios rugientes, bestias semejantes a hombres inmensos, con los colmillos al aire y las fauces abiertas, goteando saliva. Tras ellos apareció un gigantesco guerrero negro que enarbolaba un largo venablo al que la luz de la luna arrancaba destellos amenazadores.
Una criatura más apareció tras él y, de todas las que integraban aquella hueste, era la más temida: Sheeta, la pantera, abiertas las relucientes mandíbulas y fulgurantes los terribles ojos, que parecían disparar sobre los marineros toda la ferocidad de su odio y su sed de sangre.
Los proyectiles que dispararon contra Tarzán no dieron en el blanco y el hombre-mono habría caído sobre Rokoff unos segundos después si el cobarde ruso no hubiese retrocedido para refugiarse entre sus dos esbirros. A continuación, salió disparado hacia el castillo de proa, sin dejar de emitir aterrados gritos histéricos.
Los dos individuos que tenía frente a sí distrajeron momentáneamente la atención de Tarzán, lo que le impidió salir en pos del ruso. En tomo suyo, Mugambi y los simios se las entendían con el resto de la banda de Rokoff.
Bajo la espantosa ferocidad de las fieras, los hombres no tardaron en huir a la desbandada… Los que tuvieron la suerte de poder hacerlo, ya que los colmillos carniceros de los monos de Akut y las zarpas desgarradoras de Sheeta ya habían dado buena cuenta de más de una víctima.
Sin embargo, cuatro lograron escapar y desaparecer dentro del castillo de proa, donde confiaban hacerse fuertes y resistir allí parapetados los subsiguientes ataques. En el castillo de proa encontraron a Rokoff y, enfurecidos por la deserción del ruso, que los abandonó en un momento de peligro, así como por el trato regularmente brutal que siempre les prodigó, aprovecharon la ocasión que se les brindaba de vengarse de su odiado patrón.
En consecuencia, sin hacer caso de sus gemidos, lloros y súplicas lo cogieron en peso y lo arrojaron a cubierta, dejándolo a merced de las bestias terribles de cuyos furores ellos acababan de escapar.
Tarzán vio al hombre emerger del castillo de proa y reconoció a su enemigo, pero alguien lo vio, asimismo, con idéntica presteza.
Ese alguien fue Sheeta, que con las poderosas fauces entreabiertas se desplazó en silencio hacia el empavorecido ruso.
Cuando Rokoff se dio cuenta de quién le acechaba, sus chillidos pidiendo socorro llenaron el aire, mientras permanecía paralizado, temblorosas las piernas, frente a la espeluznante muerte que se deslizaba hacia él.
Tarzán dio un paso en dirección al ruso, convertido el cerebro en puro incendio de furia y deseos de venganza. El asesino de su hijo estaba por fin completamente a su merced. Tenía perfecto derecho a vengarse.
En una ocasión Jane le había impedido tomarse la justicia por su mano, cuando se aprestaba a dar a Rokoff la muerte que merecía desde mucho tiempo atrás, pero ahora nadie le detendría.
Mientras, ominoso como una fiera despiadada, se acercaba al temblequeante ruso, Tarzán abría y cerraba los puños espasmódicamente.
En aquel momento vio a Sheeta, que se disponía a adelantársele y sustraerle los frutos de su inmenso odio.
Su grito agudo trató de llamar al orden a la pantera, pero las palabras, como si rompieran un encantamiento que mantenía al ruso petrificado, impulsaron a Rokoff a entrar en inmediata acción. Lanzó un alarido, dio media vuelta y emprendió la huida hacia el puente.
Sheeta se precipitó tras él, sin hacer caso de las voces conminatorias de su amo.
Se disponía Tarzán a seguirlos cuando notó un ligero toque en el brazo. Volvió la cabeza y encontró a Jane a su lado.
–No me dejes sola -susurró la muchacha-. Tengo miedo.
Tarzán la contempló por encima del hombro.
Los espantosos simios de Akut les rodeaban. Algunos, incluso, se acercaban a la joven, enseñando los dientes y profiriendo guturales gruñidos amenazadores.
El hombre-mono los obligó a retroceder. Durante un momento había olvidado que aquellos seres no eran más que fieras, incapaces de distinguir entre amigos y enemigos. La reciente escaramuza con los marineros había despertado los instintos salvajes de su naturaleza y ahora todo lo que no perteneciese a su partida era carne dispuesta allí para sus dentelladas.
Tarzán se dispuso de nuevo a ir en pos del ruso, disgustado al ver que se le escamoteaba el placer de la venganza personal…, a menos que Rokoff lograra escapar al acoso de Sheeta. Pero a la primera ojeada comprobó que de eso no le quedaba la más remota esperanza. El ruso se había retirado al fondo del puente, donde permanecía con el cuerpo tembloroso y los ojos desorbitados, frente a la fiera que se le acercaba, lenta e implacable.
Con el vientre pegado a las tablas del piso del buque, la pantera siguió deslizándose y articulando sonidos extraños. Rokoff seguía paralizado, con los ojos a punto de salírsele de las órbitas, la boca abierta y la frente perlada de aterradas gotas de frío y viscoso sudor.
Por debajo de donde se encontraba, sobre la cubierta, había visto a los gigantescos antropoides, por lo que no se atrevía a intentar la huida por esa dirección. La verdad era que una de aquellas enormes fieras saltaba para agarrarse a la barandilla y ascender hasta el ruso.
Delante de Rokoff estaba la pantera, agazapada y silenciosa.
Rokoff no podía moverse. Le temblaban las rodillas. Su voz estalló en chillidos inarticulados. Al morir en el aire el último de aquellos gritos gemebundos, cayó de rodillas… y Sheeta entonces saltó.
El rojizo cuerpo de la pantera se precipitó sobre el pecho del hombre y el impacto derribó al ruso de espaldas.
Cuando los formidables colmillos desgarraron la garganta y el pecho de Rokoff, Jane Clayton volvió la cabeza, horrorizada. Pero Tarzán de los Monos no la imitó.
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