Nos lo ha prometido, ha dicho que los únicos culpables son Rokoff y usted… todos los demás no fuimos más que simples instrumentos. ¿Comprende?
El ruso se pasó media hora suplicando o amenazando, según le daba. A veces parecía al borde de las lágrimas y a continuación, sin más ni más, prometía a su oyente recompensas fabulosas o el castigo que su negativa a colaborar merecía. Pero el marinero se mostró inflexible.
Explicó al ruso que, tal como veía él la situación, a Paulvitch sólo le quedaban dos opciones: o acceder a que lo entregase inmediatamente a lord Greystoke o pagar al marinero hasta el último centavo y hasta el último objeto de valor que llevase encima o guardara en su camarote, como precio por el permiso para abandonar el Kincaid tranquilamente y sin que nadie le molestara.
–Y tendrá que decidirse ya mismo -rezongó el marinero-, porque quiero irme a dormir en seguida. Vamos, elija: ¿su señoría o la selva?
–¡Lamentarás esto! – refunfuñó el ruso.
–Cierre el pico -reprendió el marinero-. Si se pone farruco, es posible que me dé por cambiar de opinión y se tenga que quedar aquí definitivamente.
Desde luego, Paulvitch no tenía la menor intención de permitirse caer en poder de Tarzán de los Monos, si podía evitarlo, y con todo lo que le aterraban los peligros de la jungla, le parecían infinitamente preferibles a la muerte segura que le aguardaba en manos de Tarzán, una muerte de la que se sabía merecedor.
–¿Hay alguien durmiendo en mi camarote?
El marinero movió la cabeza negativamente.
–No -articuló-. Lord y lady Greystoke se han acomodado en el del capitán. El piloto está en el suyo y el de usted no lo ocupa nadie.
–En ese caso, iré a buscar mis objetos de valor y te los entregaré -dijo Paulvitch.
–Le acompañaré. Quiero estar seguro de que no intenta ninguna jugarreta de las suyas -manifestó el marinero, y siguió al ruso escaleras arriba, hasta la cubierta.
En la entrada del camarote, el marinero se apostó, en plan de centinela, y dejó que Paulvitch entrara solo. El ruso recogió sus escasas pertenencias, con las que pensaba comprar la incierta salvación que representaba salir del buque con vida. Permaneció un momento junto a la mesita sobre cuya superficie las había amontonado, mientras se devanaba las meninges, a la búsqueda de algún plan factible que le garantizase su seguridad personal o la venganza sobre sus enemigos.
Surgió de pronto en su memoria el recuerdo del estuche negro que guardaba oculto en un receptáculo secreto, bajo la falsa cubierta de la mesa en que apoyaba la mano.
Al tantear por la parte inferior de la superficie de la mesa, un siniestro destello de malévola satisfacción iluminó el rostro de Paulvitch. Instantes después retiraba de su escondite el objeto que buscaba. Para tener luz mientras recogía sus cosas había encendido el farol que colgaba de las vigas del techo y ahora acercó la cajita negra a la claridad de la lámpara, al tiempo que sus dedos abrían el broche que sujetaba la tapadera.
Al levantarse, la tapadera reveló dos compartimentos en el interior del estuche. Uno de ellos albergaba un mecanismo que parecía la maquinaria de un reloj despertador. Había también una batería de dos pilas. Un cable enlazaba la maquinaria con uno de los polos de la batería y del otro polo arrancaba un segundo cable que, después de traspasar la tablilla divisoria de los compartimentos, volvía de nuevo a la supuesta maquinaria de reloj.
El contenido del segundo compartimento no estaba visible, porque lo ocultaba una cubierta que parecía sellada herméticamente con brea. En el fondo de la cajita, junto al mecanismo de relojería, había una llave que Paulvitch retiró e introdujo en el orificio de la cuerda.
Accionó despacio la llave, sofocando el ruido de la operación por el procedimiento de colocar unas cuantas prendas de vestir encima de la caja. Durante todo el tiempo que permaneció en el camarote mantuvo el oído atento a cualquier ruido susceptible de indicar que el marinero u otra persona se acercaban, pero nadie se presentó a interrumpir su tarea.
Cuando acabó de dar cuerda a la maquinaria, el ruso estableció la saeta de una pequeña esfera situada junto al mecanismo, y finalmente cerró la caja y volvió a guardar todo el conjunto en su escondite de la mesa.
Una sonrisa siniestra curvó los barbados labios del individuo mientras cogía sus pertenencias. Luego apagó la lámpara, salió del camarote y se llegó al marinero que seguía montando guardia.
Aquí tienes mis cosas -dijo el ruso-. Ahora déjame marchar.
–Antes echaré un vistazo a sus bolsillos -replicó el marinero-. Puede que haya pasado por alto alguna cosilla sin importancia que no le servirá de nada en la selva, pero que tal vez le sea muy útil a un pobre marinero cuando esté en Londres.
Momentos después, al retirar del bolsillo interior de la chaqueta de Paulvitch un fajo de billetes, el hombre exclamó:
–¡Ah, justo lo que me temía!
El ruso frunció el ceño y masculló una imprecación. Pero no iba a ganar nada si se ponía a discutir, así que se resignó a perder aquel dinero, contentándose con la agradable idea de que el marinero jamás llegaría a Londres para disfrutar del producto de su latrocinio.
A Paulvitch le costó un trabajo ímprobo dominar el apremiante deseo de burlarse del hombre con alguna indirecta acerca del funesto destino que le aguardaba, a él y a los demás miembros de la tripulación del Kincaid. Pero se abstuvo de comentarios sobre el particular, no fuera caso de que se despertasen los recelos del individuo. Cruzó la cubierta y se deslizó en silencio hasta la canoa.
Antes de que hubiese transcurrido un minuto remaba en dirección a la orilla, para que lo engulleran las tinieblas de la noche selvática y se apoderasen de él los terrores de una existencia espeluznante. De haber sospechado el cúmulo de atroces experiencias que le aguardaban en la jungla durante los largos años futuros, antes que soportarlas Paulvitch hubiera preferido lanzarse a la muerte que indudablemente le esperaba en alta mar.
Tras asegurarse de que Paulvitch se había alejado, el marinero regresó al castillo de proa, donde escondió su botín y se tendió en la litera, mientras en el camarote que había sido del ruso el tic tac del mecanismo de relojería continuaba quebrando implacable el silencio. Los ocupantes del sentenciado Kincaid dormían tranquilamente, ajenos por completo a la inminente venganza del frustrado Paulvitch.
XIX
El hundimiento del Kincaid
Inmediatamente después de que asomase la aurora, Tarzán se encontraba ya en cubierta, para comprobar las condiciones atmosféricas. El viento había dejado de soplar. El cielo aparecía limpio de nubes. Se daban las circunstancias ideales para emprender la travesía de regreso a la Isla de la Selva, donde pensaba desembarcar y dejar a las fieras. Luego…, ¡a casa!
El hombre-mono despertó al piloto y le ordenó que pusiera al Kincaid en situación de zarpar lo antes posible.
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