Luego apagó la lámpara, salió del camarote y se llegó al marinero que seguía montando guardia.

Aquí tienes mis cosas -dijo el ruso-. Ahora déjame marchar.

–Antes echaré un vistazo a sus bolsillos -replicó el marinero-. Puede que haya pasado por alto alguna cosilla sin importancia que no le servirá de nada en la selva, pero que tal vez le sea muy útil a un pobre marinero cuando esté en Londres.

Momentos después, al retirar del bolsillo interior de la chaqueta de Paulvitch un fajo de billetes, el hombre exclamó:

–¡Ah, justo lo que me temía!

El ruso frunció el ceño y masculló una imprecación. Pero no iba a ganar nada si se ponía a discutir, así que se resignó a perder aquel dinero, contentándose con la agradable idea de que el marinero jamás llegaría a Londres para disfrutar del producto de su latrocinio.

A Paulvitch le costó un trabajo ímprobo dominar el apremiante deseo de burlarse del hombre con alguna indirecta acerca del funesto destino que le aguardaba, a él y a los demás miembros de la tripulación del Kincaid. Pero se abstuvo de comentarios sobre el particular, no fuera caso de que se despertasen los recelos del individuo. Cruzó la cubierta y se deslizó en silencio hasta la canoa.

Antes de que hubiese transcurrido un minuto remaba en dirección a la orilla, para que lo engulleran las tinieblas de la noche selvática y se apoderasen de él los terrores de una existencia espeluznante. De haber sospechado el cúmulo de atroces experiencias que le aguardaban en la jungla durante los largos años futuros, antes que soportarlas Paulvitch hubiera preferido lanzarse a la muerte que indudablemente le esperaba en alta mar.

Tras asegurarse de que Paulvitch se había alejado, el marinero regresó al castillo de proa, donde escondió su botín y se tendió en la litera, mientras en el camarote que había sido del ruso el tic tac del mecanismo de relojería continuaba quebrando implacable el silencio. Los ocupantes del sentenciado Kincaid dormían tranquilamente, ajenos por completo a la inminente venganza del frustrado Paulvitch.

XIX

El hundimiento del Kincaid

Inmediatamente después de que asomase la aurora, Tarzán se encontraba ya en cubierta, para comprobar las condiciones atmosféricas. El viento había dejado de soplar. El cielo aparecía limpio de nubes. Se daban las circunstancias ideales para emprender la travesía de regreso a la Isla de la Selva, donde pensaba desembarcar y dejar a las fieras. Luego…, ¡a casa!

El hombre-mono despertó al piloto y le ordenó que pusiera al Kincaid en situación de zarpar lo antes posible. Al contar con la palabra de lord Greystoke, que les garantizaba que no iban a procesarles por su participación en los delitos de los dos rusos, los miembros de la tripulación se apresuraron con gozosa diligencia a cumplir sus obligaciones marineras.

Liberados de su confinamiento en la bodega, los animales vagaban por cubierta, con gran inquietud por parte de la dotación, en cuya mente permanecían vivas aún las escenas de la ferocidad con que aquellos animales se ensañaron con sus compañeros muertos bajo sus colmillos y zarpas. Aquellas fieras todavía daban la impresión de estar deseando cebarse de nuevo en la blanda carne de ulteriores presas.

Sin embargo, ante la mirada atenta de Tarzán y de Mugambi, Sheeta y los monos de Akut reprimieron sus voraces deseos, de forma que los hombres que trabajaban sobre la cubierta se encontraban entre los animales mucho más seguros de lo que podían imaginar.

Por fin, el Kincaid se deslizó Ugambi abajo y salió a las rutilantes aguas del Atlántico. Tarzán y Jane Clayton observaron la línea de la costa, cuya vegetación iba retrocediendo tras la estela del buque y, por una vez, el hombre-mono se apartó de su tierra natal sin un solo ramalazo de pesadumbre.

Ningún barco de los que surcaban los siete mares podía alejarle de África, para reanudar la búsqueda de su hijo perdido, con la mitad de la rapidez que la impaciencia del inglés hubiera deseado, y a la nerviosa mente del afligido padre le parecía que el Kincaid apenas se movía sobre las aguas.

Pese a lo cual, el buque avanzaba a buen ritmo, incluso aunque diera la sensación de estar parado, y las bajas colinas de la Isla de la Selva no tardaron en surgir a la vista, destacando por poniente sobre la línea del horizonte.

En el camarote de Alexander Paulvitch, el mecanismo de la caja negra continuaba desgranando su aparentemente infinito y monótono tic tac. Sin embargo, segundo tras segundo, la manecilla que sobresalía por el borde de una de sus ruedas se iba acercando paulatinamente al extremo de la saeta que Paulvitch había fijado en cierto punto preciso de la esfera situada junto al mecanismo de relojería. Cuando aquellas dos agujas se encontraran, el tic tac cesaría… para siempre.

Jane y Tarzán se encontraban en el puente. Miraban hacia la Isla de la Selva. Los miembros de la tripulación se encontraban en la parte de proa y también contemplaban la tierra que parecía emerger del océano. Los animales preferían la sombra de la cocina, donde dormían acurrucados. Todo era paz, quietud y silencio en el barco y sobre la superficie de las aguas.

De pronto, sin previo aviso, el techo de la cabina salió volando por los aires, una nube de humo denso se elevó a gran altura por encima del Kincaid y resonó el impresionante estruendo de un estallido que hizo estremecer el barco de proa a popa.

Una algarabía ensordecedora se desencadenó automáticamente sobre la cubierta. Los simios de Akut, aterrados por la explosión, corrían desaladamente de un lado para otro, sin dejar de emitir rugidos y gruñidos que ponían los pelos de punta. Sheeta saltaba de aquí para allá, lanzando al aire su miedo en forma de espantosos alaridos que eran como flechas de hielo que atravesaban el corazón de los tripulantes del Kincaid.

Mugambi también temblaba. Sólo Tarzán de los Monos y su esposa conservaban la calma. Apenas se interrumpió la lluvia de escombros y cuando todos los restos hubieron caído, el hombre-mono se encontraba ya entre las fieras, calmando sus temores, dirigiéndoles la palabra en tono bajo y apaciguador, acariciándoles los velludos cuerpos y asegurándoles persuasivamente, como sólo él era capaz de hacerlo, que el peligro inmediato ya había pasado.

Un examen de la situación le indicó que el mayor peligro, en aquellos momentos, residía en el fuego, porque las llamas lamían ávidas las astilladas tablas de la cabina, habían ascendido a través del enorme boquete que la explosión había abierto y empezaban a prender en la cubierta inferior.

Era un auténtico milagro que ningún integrante de la dotación del buque hubiera resultado herido a consecuencia de la voladura, cuya causa y origen fue siempre un misterio para todos, menos para uno: el marinero que sabía que Paulvitch estuvo la noche anterior a bordo del Kincaid e hizo una visita a su camarote. El tripulante en cuestión supuso la verdad, pero la prudencia selló sus labios. Indudablemente, no le irían demasiado bien las cosas al hombre que, durante su guardia nocturna, permitió que el archienemigo de todos subiese al buque, donde luego tuvo ocasión de disponer un mecanismo infernal que los enviarla al otro mundo. No, el marinero decidió que lo mejor era guardar aquello en secreto.

Como las llamas se extendían con cierta rapidez, a Tarzán le resultó claro que lo que había ocasionado la explosión, fuera lo que fuese, había esparcido alguna sustancia altamente inflamable sobre el maderamen circundante, ya que el agua que la bomba proyectaba sobre el fuego parecía avivarlo más que extinguirlo.

Quince minutos después del estallido, espesas nubes de humo negro se elevaban desde la bodega del sentenciado buque. Las llamas habían llegado a la sala de máquinas y la nave ya no se aproximaba a la orilla. Su triste destino era tan cierto como si las aguas se hubieran engullido sus restos achicharrados y humeantes.

–Es inútil seguir a bordo -le comentó el hombre-mono al piloto-.