Y como Gust no tenía dinero, saltaba a la vista que buscaban a otra persona.
Finalmente, la partida a la que iba pisando los talones se detuvo. Sus integrantes se escondieron entre la vegetación que flanqueaba el sendero por el que habían llegado hasta allí. Para poder observarlos mejor, Gust trepó a las ramas de un árbol, a espaldas de sus antiguos compañeros, extremando las precauciones y poniendo buen cuidado en mantenerse entre las frondas más densas para evitar que le viesen.
No tuvo que esperar mucho para ver que, por el camino procedente del sur, se acercaba cautelosamente un hombre blanco desconocido.
Al verle llegar, Momulla y Kai Shang se levantaron y salieron de sus escondites para saludarle. A Gust no le fue posible oír las palabras que intercambiaron. Luego el hombre dio media vuelta y se marchó en la misma dirección por la que había llegado.
Era Schneider. Al acercarse a su campamento, dio un rodeo para entrar en él por la parte contraria y echó a correr. Jadeante y excitadísimo llegó hasta Mugambi.
–¡Rápido! – gritó-. Esos monos vuestros han cogido a Schmidt y lo matarán si no acudimos en seguida a rescatarlo. Tú eres el único que puedes convencerlos para que lo suelten. Llévate a Jones y a Sullivan, es posible que necesites ayuda, y procura liberar a Schmidt cuanto antes. Sigue el sendero de caza en dirección sur cosa de kilómetro y medio. Yo me quedaré aquí. He venido a todo correr para avisarte y estoy agotado.
El piloto del Kincaid se dejó caer en el suelo y respiró entrecortadamente, como si realmente se encontrara sin resuello.
Mugambi titubeó. Le habían dejado allí para cuidar de las dos mujeres. No sabía qué hacer y entonces Jane Clayton, que había oído la historia de Schneider, intervino para añadir sus instancias a las del piloto.
–No pierdas tiempo -apremió-. Aquí estaremos perfectamente seguras. El señor Schneider se quedará con nosotras. Ve, Mugambi. Hay que salvar a ese pobre hombre.
Oculto entre unos matorrales que crecían al borde del campamento, Schmidt esbozó una sonrisa. Mugambi no tenía más remedio que obedecer la orden de su ama, de modo que, aunque dudaba de lo sensato de su acción, partió en dirección sur, con Jones y Sullivan a la zaga.
Tan pronto se perdieron de vista, Schmidt se incorporó y salió disparado a través de la jungla, hacia el norte. Al cabo de unos minutos, la cara de Kai Shang, de Foshan, apareció en la linde del claro. Schneider vio al chino y le hizo una seña, indicándole que el terreno estaba despejado.
Jane Clayton y la mujer mosula permanecían sentadas delante de la tienda de la muchacha, de espaldas a los facinerosos que se les acercaban. La primera indicación que las dos mujeres tuvieron de la presencia de extraños en el campamento fue al ver la repentina aparición a su alrededor de media docena de malhechores harapientos.
–¡Venga! – ordenó Kai Shang, al tiempo que indicaba por señas a las dos mujeres que se levantaran y le siguieran.
Jane Clayton se puso en pie de un salto y volvió la cabeza para mirar a Schneider… Le vio entre los invasores del campamento, con una sonrisa en la cara. Junto a él se encontraba Schmidt. Lady Greystoke comprendió automáticamente que había sido víctima de una confabulación.
–¿Qué significa esto? – dirigió su pregunta al piloto.
–Significa que hemos encontrado un barco y que ya podemos largarnos de la Isla de la Selva -replicó el hombre.
–¿Por qué envió a la jungla a Mugambi y a los otros dos? – quiso saber Jane Clayton.
–No vienen con nosotros… Sólo nos iremos usted, la mujer mosula y yo.
¡Venga! ¡Vamos! – repitió Kai Shang, y cogió a Jane Clayton por la muñeca.
Uno de los maoríes agarró de un brazo a la mujer negra y al ver que iba a ponerse a chillar le cruzó los labios con un bofetón.
Mugambi corría por la selva hacia el sur. Jones y Sullivan le seguían, pero a bastante distancia. El negro continuó a toda velocidad, decidido a auxiliar a Schmidt, a lo largo de más de kilómetro y medio, pero no vio el menor rastro del hombre desaparecido ni de los monos de Akut.
Al final, acabó por detenerse y procedió a lanzar al aire las llamadas que Tarzán y él solían emplear para convocar a los gigantescos antropoides. No obtuvo respuesta. Jones y Sullivan alcanzaron al guerrero negro en el instante en que profería aquel increíble alarido. El indígena continuó su búsqueda durante cerca de otro kilómetro, repitiendo la llamada de vez en cuando.
Por último, la verdad brilló en su cerebro y entonces, como un ciervo asustado, giró sobre sus talones y emprendió veloz regreso al campamento.
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