En aquel momento un grito de alarma y un disparo de arma de fuego resonaron en cubierta. Jane Clayton descuidó su vigilancia durante un segundo y dirigió la mirada hacia la lumbrera del camarote. Automáticamente, Schneider se le echó encima.
El primer indicio que tuvo el centinela de que a menos de mil millas de la Cowrie había otra embarcación fue cuando el busto de un hombre asomó por la borda de la goleta. El marinero se puso en pie de un rápido salto, soltó un grito de aviso y apuntó con su revólver al intruso. Ese chillido y la subsiguiente detonación del revólver provocaron el que Jane Clayton bajase la guardia.
En cubierta la quietud de una seguridad que resultó más aparente que real dio paso al desbarajuste más caótico y escandaloso. La tripulación de-la Cowrie se lanzó al zafarrancho de combate armada con los revólveres, machetes y largos cuchillos que normalmente llevaban todos sus miembros; pero la alarma había sonado demasiado tarde. Las fieras de Tarzán ya habían invadido la cubierta del buque, junto con el hombre-mono y los dos miembros de la tripulación del Kincaid.
Frente a aquellos monstruos aterradores, el valor de los amotinados vaciló, se quebró y se vino abajo estrepitosamente. Los que empuñaban revólver dispararon unos cuantos proyectiles y huyeron en busca de lugares que suponían seguros. Algunos treparon por los obenques, pero los monos de Akut estaban allí más en su elemento que los propios marineros.
Al tiempo que lanzaban gritos empavorecidos, los maoríes se vieron arrastrados hacia cubierta, obligados a descender de sus altos refugios. Al no tener el control que sobre ellas ejercía Tarzán, que había ido en busca de Jane, las fieras descargaban toda la violencia frenética de su salvaje naturaleza sobre las desdichadas piltrafas humanas que caían en sus garras.
Mientras tanto, Sheeta había hundido sus colmillos en una sola yugular. Se ensañó con el cadáver unos instantes hasta que, de pronto, vio a Kai Shang, que se lanzaba por la escalera que conducía a su camarote.
La pantera soltó un penetrante rugido y se precipitó tras él… El rugido de la pantera arrancó un grito de terror, no menos impresionante, a la garganta del chino.
Pero Kai Shang llegó a su camarote una décima de segundo antes que Sheeta. Salto al interior y cerró la puerta de golpe, aunque, por un pelo, demasiado tarde. Antes de que tuviese tiempo de echar el pestillo, el enorme cuerpo de Sheeta se precipitó contra la hoja de madera e, instantes después, Kai Shang chillaba y gemía en el fondo de una litera superior.
Con agilidad sobrecogedora, el felino saltó en pos de su víctima y los días de Kai Shang de Foshan concluyeron trágica y rápidamente. Mientras, Sheeta se regalaba las fauces con una ración extraordinaria de carne dura y correosa.
No había transcurrido un minuto desde el momento en que Schneider saltara sobre Jane Clayton y le arrebatase el revólver de la mano, cuando la puerta del camarote se abrió bruscamente y en el hueco de la entrada apareció un hombre blanco, alto y medio desnudo.
Atravesó la estancia de un salto, sin pronunciar palabra. Schneider sintió sobre la garganta la presión de unos dedos vigorosos. Volvió la cabeza para ver quién le agredía y sus ojos se abrieron desmesuradamente al contemplar el semblante del hombre-mono inclinado sobre el suyo, casi pegado a él.
Inflexibles, los dedos continuaron apretando la garganta del piloto. Schneider intentó gritar, suplicar, pero ningún sonido salió de sus labios. Sus ojos saltones parecieron a punto de salírsele de las órbitas mientras forcejeaba para zafarse de la presa, para introducir aire en sus pulmones, para conservar la vida.
Jane Clayton cogió las manos de su marido y trató de separarlas de la garganta del moribundo, pero, en vez de apartarlas, Tarzán meneó la cabeza negativamente.
–Otra vez no -dijo en voz baja-. En otras ocasiones perdoné la vida a varios canallas y lo único que conseguí con mi clemencia fue que sobre nosotros se acumularan los sufrimientos. No, esta vez voy a asegurarme de que por lo menos una de estas sabandijas no nos vuelve a hacer daño, ni a nosotros ni a nadie.
Con una repentina sacudida retorció el cuello del infame piloto hasta que sonó un agudo chasquido y el cuerpo del hombre quedó inerte, inmóvil entre las manos de Tarzán. Con gesto de repulsión, el hombre-mono lanzó el cadáver a un lado. Después regresó a cubierta, seguido de Jane y de la mujer mosula.
La batalla había concluido. Schmidt, Momulla y otros dos hombres eran los únicos supervivientes de la dotación de la Cowrie, pero sólo porque se habían refugiado en el castillo de proa. Todos los demás habían muerto, de manera espantosa, tal como merecían, bajo los colmillos y zarpas de las fieras de Tarzán. Por la mañana, el sol se elevó sobre el horripilante espectáculo que ofrecía la cubierta de la desdichada Cowrie. Pero en aquella ocasión la sangre que enrojecía las tablas blancas del piso era la de los culpables y no la de seres inocentes.
Tarzán desalojó del castillo de proa a los que se habían guarecido allí y, sin hacerles ninguna promesa de inmunidad ni de perdón, los obligó a colaborar en las tareas del buque: si no ayudaban en las maniobras, su única alternativa era la muerte inmediata.
Con la salida del sol se había levantado un viento bastante fuerte y, con las velas desplegadas, la Cowrie emprendió el regreso a la Isla de la Selva donde, horas después, Tarzán recogió a Gust y se despidió de Sheeta y de los monos de Akut, porque los animales desembarcados allí continuarían la vida salvaje y natural que tanto les seducía. Las fieras no perdieron un segundo en desaparecer en las frescas y recónditas espesuras de su amada selva.
No puede aseverarse con certeza si se daban cuenta de que Tarzán los abandonaba… salvo posiblemente en el caso de Akut, más inteligente que los demás y que fue el único que permaneció en la playa mientras el bote, con su salvaje amo y señor a bordo, se alejaba hacia la goleta.
Y mientras la distancia se lo permitió, Jane y Tarzán contemplaron desde la cubierta la solitaria figura del velludo antropoide, inmóvil como una estatua plantada en las arenas de la playa de la Isla de la Selva, batidas por el oleaje.
Tres días después, la Cowrie se encontró-con la corbeta Shorewater, desde la que lord Greystoke en seguida se puso en comunicación por radio con Londres. Se enteró así de una noticia que llenó de alegría y de agradecimiento al Cielo su corazón y el de lady Jane: Jack se encontraba sano y salvo en el domicilio urbano de lord Greystoke.
Hasta su llegada a Londres no pudieron informarse detalladamente de la extraordinaria cadena de circunstancias que concurrieron para evitar que el niño sufriera el menor daño.
Ocurrió que, temeroso de que pudieran verle si trasladaba al niño a bordo del Kincaid a plena luz del día, Rokoff optó por ocultarlo en un albergue clandestino donde se recogían niños expósitos, con la intención de llevarlo al vapor una vez caída la noche.
Su cómplice y lugarteniente, Paulvitch, fiel a las enseñanzas impartidas durante largos años por su astuto jefe, sucumbió a la codicia y a la traición que siempre fue la norma de conducta de su superior y, tentado por la posibilidad de cobrar el suculento rescate que podían pagarle si devolvía el niño sin que sufriera un rasguño, confió el secreto de la verdadera cuna de la criatura a la mujer que se encargaba de regentar aquella especie de inclusa particular. Acordó con ella sustituir al hijo de lord Greystoke _por otro niño, convencido de que Rokoff ni por asomo sospecharía, hasta que resultara demasiado tarde, la jugarreta que le habían gastado.
La mujer prometió custodiar a la criatura hasta que Paulvitch volviese a Inglaterra, pero, a su vez, el hechizo del oro la tentó, induciéndola a la traición, y entabló negociaciones con los abogados de lord Greystoke para la devolución del niño.
Esmeralda, la vieja nodriza negra, que se encontraba de vacaciones en Estados Unidos cuando ocurrió el secuestro y que se reprochaba el que su ausencia fuera la causa de aquella calamidad, regresó de América e identificó a Jack de modo concluyente.
Se pagó el rescate y diez días después de la fecha del secuestro, el futuro lord Greystoke estaba de vuelta en el hogar paterno, sin que la peligrosa experiencia de su rapto le hubiera afectado negativamente.
Así, la última y la más grave de las numerosas canalladas de Nicolás Rokoff no sólo fracasó miserablemente gracias a la norma de comportamiento traicionera y alevosa que había inculcado en el ánimo de su único amigo, sino que también tuvo como resultado la muerte del superdiabólico granuja y proporcionó a lady y lord Greystoke una paz de espíritu de la que nunca hubiesen podido disfrutar mientras el chispazo de la vida animase el cuerpo del ruso y su malvado cerebro estuviese en situación de idear nuevas atrocidades contra ellos.
Rokoff había muerto y aunque se desconocía el destino de Paulvitch, contaban con todas las razones para dar por supuesto que había sucumbido a los peligros de la selva en la que vieron por última vez a aquel criminal instrumento de su jefe y preceptor.
Que lord y lady Greystoke supieran, pues, podían considerarse libres para siempre de la amenaza que representaban aquellos dos individuos, los únicos enemigos a los que Tarzán de los Monos hubiese tenido ocasión de temer, porque descargaban cobardemente sus golpes traicioneros en las personas a las que él más quería.
Era una familia absolutamente feliz la que se reunió en la fiesta celebrada en la mansión Greystoke el día en que lord Greystoke y su esposa descendieron de la cubierta del Shorewater y desembarcaron en suelo inglés.
Asistían a la misma Mugambi y la mujer mosula que el guerrero había encontrado aquella noche en el fondo de la canoa, a orillas del afluente del Ugambi.
La mujer había preferido quedarse con su nuevo amo y señor a volver a su tierra y afrontar aquel matrimonio del que había intentado huir.
Tarzán sugirió a los dos indígenas que podían establecerse en las vastas propiedades que poseía en la tierra de los waziris, a donde se les enviaría en cuanto se presentara la ocasión.
Es posible que volvamos a encontrarlos en medio del encanto salvaje de la selva virgen y de las amplias llanuras donde a Tarzán de los Monos le encanta vivir.
¿Quién sabe?
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[1] Cristianía: Nombre de la ciudad de Oslo (de 1624 a 1925), durante buena parte del periodo en que Noruega y Suecia formaron un solo reino. Nada de extraño tiene, pues, que Anderssen fuera o se considerara sueco, aunque su familia, e incluso él, residiesen en la noruega Cristiana.
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01/08/2008
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