Un signo es el acontecimiento antecedente del consiguiente; y, por el contrario, el consiguiente del antecedente, cuando antes han sido observadas las mismas consecuencias. Cuanto más frecuentemente han sido observadas, tanto menos incierto es el signo y, por tanto, quien tiene más experiencia en cualquiera clase de negocios, dispone de más signos para avizorar el tiempo futuro. Como consecuencia es el más prudente, y mucho más prudente que quien es nuevo en aquel género de negocios y no tiene, como compensación, cualquiera ventaja de talento natural y desusado: aunque a veces, muchos jóvenes piensan lo contrario.
No obstante no es la prudencia lo que distingue al hombre de la bestia. Hay animales que teniendo un año observan más, y persiguen lo que es bueno para ellos con mayor prudencia que un niño puede hacerlo a los diez.
Conjetura del tiempo pasado. La prudencia es una presunción del futuro basada en la experiencia del pasado; pero existe también una presunción de cosas pasadas, deducida de otras cosas que no son futuras, sino pasadas también. Quien ha visto por qué procedimientos y grados un Estado floreciente cae primero en la guerra civil y luego en la ruina, a la vista de la ruina de cualquier otro Estado inducirá que las causas de ello fueron las mismas guerras y los mismos sucesos. Pero esta conjetura tiene el mismo grado de incertidumbre que la conjetura del futuro; ambas están basadas solamente sobre la experiencia.
Por lo que yo recuerdo no existe otro acto de la mente humana, connatural a ella, y que no necesite otra cosa para su ejercicio sino haber nacido hombre y hacer uso de los cinco sentidos. Por el estudio y el trabajo se adquieren e incrementan aquellas otras facultades de las que hablaré poco a poco, y que parecen exclusivas del hombre. Muchos hombres van adquiriéndolas mediante instrucción y disciplina, y todas derivan de la invención de las palabras y del lenguaje. Porque aparte de las sensaciones y de los pensamientos, la mente del hombre no conoce otro movimiento, si bien con ayuda del lenguaje y del método, las mismas facultades pueden ser elevadas a tal altura que distingan al hombre de todas las demás criaturas vivas.
Cualquiera cosa que imaginemos es finita. Por consiguiente, no hay idea o concepción de ninguna clase que podamos llamar infinita. Ningún hombre puede tener en su mente una imagen de cosas infinitas ni concebir la infinita sabiduría, el tiempo infinito, la fuerza infinita o el poder infinito. Cuando decimos de una cosa que es infinita, significamos solamente que no somos capaces de abarcar los términos y límites de la cosa mencionada, con lo que no tenemos concepción de la cosa, sino de nuestra propia incapacidad. De aquí resulta que el nombre de Dios es usado no para que podamos concebirlo (puesto que es incomprensible, y su grandeza y poder resultan imposibles de concebir) sino para que podamos honrarle. Así (tal como dije antes), cualquiera cosa que concebimos ha sido anteriormente percibida por los sentidos, de una vez o por partes, y un hombre no puede tener idea que represente una cosa no sujeta a sensación. En consecuencia, nadie puede concebir una cosa sino que debe concebirla situada en algún lugar, provista de una determinada magnitud y susceptible de dividirse en partes; no puede ser que una cosa esté toda en este sitio y toda en otro lugar, al mismo tiempo; ni que dos o más cosas estén, a la vez, en un mismo e idéntico lugar. Porque ninguna de estas cosas es o puede ser nunca incidental a la sensación; ello no son sino afirmaciones absurdas, propaladas -sin razón alguna- por filósofos fracasados y por escolásticos engañados o engañosos.
CAPÍTULO IV: DEL LENGUAJE
Origen del lenguaje. La invención de la imprenta, aunque ingeniosa, no tiene gran importancia si se la compara con la invención de las letras. Pero ignoramos quién fue el primero en hallar el uso de las letras. Dicen los hombres que quien en primer término las trajo a Grecia fue Cadmo, hijo de Agenor, rey de Fenicia. Fue, ésta, una invención provechosa para perpetuar la memoria del tiempo pasado, y la conjunción del género humano, disperso en tantas y tan distintas regiones de la tierra; y tuvo gran dificultad, como que procede de una cuidadosa observación de los diversos movimientos de la lengua, del paladar, de los labios y de otros órganos de la palabra; añádase, además, a ello la necesidad de establecer distinciones de caracteres, para recordarlas. Pero la más noble y provechosa invención de todas fue la del lenguaje, que se basa en nombres o apelaciones, y en las conexiones de ellos. Por medio de esos elementos los hombres registran sus pensamientos, los recuerdan cuando han pasado, y los enuncian uno a otro para mutua utilidad y conversación. Sin él no hubiera existido entre los hombres ni gobierno ni sociedad, ni contrato ni paz, ni más que lo existente entre leones, osos y lobos. El primer autor del lenguaje fue Dios mismo, quien instruyó a Adán cómo llamar a las criaturas que iba presentando ante su vista. La Escritura no va más lejos en esta materia. Ello fue suficiente para inducir al hombre a añadir nombres nuevos, a medida que la experiencia y el uso de las criaturas iban dándole ocasión, y para acercarse gradualmente a ellas de modo que pudiera hacerse entender. Y así, andando el tiempo, ha ido formándose el lenguaje tal como lo usamos, aunque no tan copioso como un orador o filósofo lo necesita. En efecto, no encuentro cosa alguna en la Escritura de la cual directamente o por consecuencia pueda inferirse que se enseñó a Adán los nombres de todas las figuras, cosas, medidas, colores, sonidos, fantasías y relaciones. Mucho menos los nombres de las palabras y del lenguaje, como general, especial, afirmativo, negativo, indiferente, optativo, infinitivo, que tan útiles son; y menos aún la de entidad, intencionalidad, quididad, y otras, insignificantes, de los Escolásticos.
Todo este lenguaje ha ido produciéndose y fue incrementado por Adán y su posteridad, y quedó de nuevo perdido en la torre de Babel cuando, por la mano de Dios, todos los hombres fueron castigados, por su rebelión, con el olvido de su primitivo lenguaje.
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