Si un jefe de familia, al establecer una cuenta, 'asentara los totales de las facturas pagadas, en una suma, sin tomar en consideración cómo cada una está sumada por quienes las comunicaron. ni lo que pagó por ellas, no adelantaría él mismo más que si aceptara la cuenta globalmente, confiando en la destreza y honradez de los acreedores: así, también, al inferir de todas las demás cosas establecidas, conclusiones por la confianza que le merecen, los autores, si no las comprueba desde los primeros elementos de cada cómputo (es decir, respecto a los significados de los nombres, establecidos por las definiciones) pierde su tiempo: y no sabe nada de las cosas, sino simplemente cree en ellas.
Del error y del absurdo. Cuando un hombre calcula sin hacer uso de las palabras, lo cual puede hacerse en determinados casos (por ejemplo, cuando a la vista de una cosa conjeturamos lo que debe precederla o lo que ha de seguirla), si lo que pensamos que iba a suceder no sucede, o lo que imaginamos que precedería no ha precedido, llamamos a esto ERROR; a él están sujetos incluso la mayoría de los hombres prudentes. Pero cuando razonamos con palabras de significación general, y llegamos a una decepción al presumir que algo ha pasado o va a ocurrir, comúnmente, se le denomina error, es, en realidad, un ABSURDO o expresión sin sentido. En efecto, el error no es sino una decepción al presumir que algo ha pasado o va a ocurrir; algo que aunque no hubiera pasado o no sobreviniera no entraña una imposibilidad efectiva. Pero cuando hacemos una afirmación general, a menos que sea una afirmación verdadera, la posibilidad de ella es inconcebible. Las palabras de las cuales no percibimos más que el sonido son las que llamamos absurdas, insignificantes e insensatas. Por tanto, si un hombre me habla de un rectángulo redondo; o de accidentes del pan en el queso; o de substancias inmateriales; o de un sujeto libre, de una voluntad libre o de cualquiera cosa libre, pero libre de ser obstaculizada por algo opuesto, yo no diré que está en un error, sino que sus palabras carecen de significación; esto es, que son absurdas.
He dicho antes (en el capitulo II) que el hombre supera a todos los demás animales en la facultad de que, cuando concibe una cosa cualquiera, es apto para inquirir las consecuencias de ella y los efectos que pueda producir. Añado ahora otro grado de la misma excelencia, el de que, mediante las palabras, puede reducir las consecuencias advertidas a reglas generales, llamadas teoremas o aforismos; es decir, que él puede razonar o calcular no solamente en números, sino en todas las demás cosas que pueden ser sumadas o restadas de otras.
Pero este privilegio va asociado a otro; nos referimos al privilegio del absurdo al cual ninguna criatura viva está sujeta, salvo el hombre. Y entre los hombres, más sujetos están a ella los que profesan la filosofía. Porque es una gran verdad lo que Cicerón decía de alguien: que no puede haber nada tan absurdo que sea imposible encontrarlo en los libros de los filósofos. Y la razón es manifiesta: ninguno de ellos comienza su raciocinio por las definiciones o explicaciones de los nombres que van a usarse, método solamente usado en Geometría, razón por la cual las conclusiones de esta ciencia se han hecho indiscutibles.
Causas de absurdo. 1. La primera causa de las conclusiones absurdas la adscribo a la falta de método, desde el momento en que no se comienza el raciocinio con las definiciones, es decir, estableciendo el significado de las palabras: es como si se quisiera contar sin conocer el valor de los términos numéricos: 1, 2 y 3.
Y, como todos los cuerpos pueden considerarse desde distintos aspectos (a ello me he referido en el precedente capítulo), siendo estas consideraciones denominadas de diverso modo, origínanse distintas posibilidades de absurdo por la confusión y conexión inadecuada de sus nombres en las afirmaciones. Como consecuencia:
2. La segunda causa de las aserciones absurdas, la adscribo a la asignación de nombres de cuerpos a accidentes; o de accidentes a cuerpos. En ellas incurren quienes dicen que la fe es inspirada o infusa, cuando nada puede ser insuflado o introducido en una cosa sino un cuerpo; o bien que la extensión es un cuerpo; que los fantasmas son espíritus, etc.
3. La tercera la adscribo a la asignación de nombres de accidentes de los cuerpos situados fuera de nosotros a los accidentes de nuestros propios cuerpos; en ella incurren los que dicen que el calor está en el cuerpo; el sonido en el oído, etc.
4. La cuarta, a la asignación de nombres de cuerpos a expresiones; como cuando se afirma que existen cosas universales, que una criatura viva es un género, o una cosa general, etc.
5. La quinta, a la asignación de nombres de accidentes a nombres y expresiones; como cuando se dice que la naturaleza de una cosa es su definición; que el mandato de un hombre es su voluntad, y así sucesivamente.
6. La sexta al uso de metáforas, tropos y otras figuras retóricas, en lugar de las palabras correctas. Por ejemplo, aunque sea legítimo decir, en la conversación común, que el camino va o conduce a tal o cual parte, o que el proverbio dice esto o aquello (cuando ni los caminos pueden conducir, ni hablar los proverbios), en la determinación e investigación de la verdad no pueden admitirse tales expresiones.
7. La séptima a nombres que no significan nada, sino que se toman y aprenden rutinariamente en las Escuelas, como hipostático, transubstanciación, consubstanciación, eternoactual y otras cantinelas semejantes de los escolásticos.
Quien puede evitar estas cosas no es fácil que caiga en el absurdo, como no sea por la longitud de su raciocinio, caso en el cual puede olvidar lo que antes ocurrió. En efecto: todos los hombres, por naturaleza, razonan del mismo modo, y lo hacen bien, cuando tienen buenos principios. Porque, ¿quién sería tan estúpido para equivocarse en Geometría, y persistir en ello, si otros le señalan su error?
Ciencia. De este modo se revela que la razón no es, como el sentido y la memoria, innata en nosotros, ni adquirida por la experiencia solamente, como la prudencia, sino alcanzada por el esfuerzo: en primer término, por la adecuada imposición de nombres, y, en segundo lugar,,aplicando un método correcto y razonable, al progresar desde los elementos, que son los nombres, a las aserciones hechas mediante la conexión de uno de ellos con otro; y luego hasta los silogismos, que son las conexiones de una aserción a otra, hasta que llegamos a un conocimiento de todas las consecuencia de los nombres relativos al tema considerado; es esto lo que los hombres denominan CIENCIA. Y mientras que la sensación y la memoria no son sino conocimiento de hecho, que es una cosa pasada e irrevocable, la Ciencia es el conocimiento de las consecuencias y dependencias de un hecho respecto a otro: a base de esto, partiendo de lo que en la actualidad podemos hacer, sabemos cómo realizar alguna otra cosa si queremos hacerla ahora, u otra semejante en otro tiempo. Porque cuando vemos cómo una cosa adviene, por qué causas y de qué manera, cuando las mismas causas caen bajo nuestro dominio, procuramos que produzcan los mismos efectos.
Esta es la causa de que los niños no estén dotados de razón, en absoluto, hasta que han alcanzado el uso de la palabra; pero son llamadas criaturas razonables por la aparente posibilidad de tener uso de razón en tiempo venidero. La mayor parte de los hombres, aunque tienen el uso de razón en ciertos casos como, por ejemplo, para la numeración hasta cierto grado, les sirve de muy poco en la vida común; gobiérnense ellos mismos, unos mejor, otros peor, de acuerdo con su grado diverso de experiencia, destreza de memoria e inclinaciones, hacia fines distintos; pero especialmente de acuerdo con su buena o mala fortuna y con los errores de uno respecto a otro. Por lo que a la Ciencia se refiere, o a la existencia de ciertas reglas en sus acciones, están tan lejos de ella que no saben lo que es.
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